Hago y digo cosas como si alguien me escuchara.
Hablo en alto con los objetos, sobre todo con los más pequeños.
He agarrado una bobina de hilo negro, he sujetado con dos dedos
el extremo de hilo y la he lanzado por el hueco de la escalera.
Cuando ha llegado al suelo aún tenía hilo de sobra atado a su tronco.
Hago cosas absurdas.
Los sonidos gobiernan con cierto poder mi memoria.
Mi mano se mete en el bolsillo derecho y esconde un trozo de comida
que no quería, me apresuro,
escucho el taconeo de ella y el ruido de platos en la cocina
que aún flotan por la casa.
No, ya no hay nadie, me convenzo,
porque a veces me vuelvo de repente para sorprenderles a mi espalda
y ni siquiera el aire que muevo hace ruido.
Sólo el crujido de la madera desnuda los recuerdos
y deja desperdicios a su paso.
Por eso escojo una música antigua y subo escalón tras escalón con los ojos cerrados,
ella detrás de mí, hacía arriba.
Despacio. Subiendo.
Una vez arriba,
con un pedazo de jabón húmedo dejo un mensaje
en el espejo del baño:
El próximo que ponga papel, se ha terminado.
Pero no hay nadie que pueda leerlo.
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