Los jinetes pasaron.
No era como otras veces.
Esta vez nadie salió a contarlo.
El viejo Osha no estaba allí.
Sus hijas y los maridos de sus hijas no estaban allí.
Nadie salió a la calle cuando todo quedó oscuro.
El estruendo dio paso a una placidez extraña.
Hiro, que se libró del servicio y por lo tanto de la guerra,
no abandonó su casa.
El huerto que cultivaba aparecía seco.
Qué hemos hecho. Qué hemos hecho.
Nos habían dicho que estábamos libres de los riesgos que padecían otros por nosotros.
Que éramos retaguardia, que no suponíamos interés para el enemigo. Nos habían dicho tantas cosas estos últimos años.
Nos lo creímos todo.
Buenos súbditos, supongo. No pienso más allá.
Mis pensamientos se diluyen al compás de mi carne.
Pasaron los samurais que no eran los nuestros.
Tampoco eran los samurais de los señores que nos habían lacerado en los siglos anteriores.
No sé si fue ceniza o aire cálido o una clase de fuego que no habíamos visto jamás.
No respirábamos.
Me convertí en sombra y a mi lado fueron formándose más sombras. Manchas, siluetas, borrones.
Un silencio que no vino del fondo de la tierra.
Un cielo que nos castigó.
No podía ser. No podía ser.
Resultaba increíble que nos sucediera a nosotros.
Esto era una ciudad amable.
Esto era un lugar confiado.
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