sábado, 23 de abril de 2011

Aquel silencio...


Eran dos presos de diferente ideología condenados a cadena perpetua, encerrados en la misma celda. 

Nunca se llegaron a agredir, ni siquiera se llevaban mal. 

Pero la comunicación entre ellos era totalmente nula. 

Las únicas ocasiones en las que emitían sonidos era cuando
 hablaban solos. 

Pensaban en alto, vociferaban contra sus propios males,
 pero el otro jamás prestaba atención a las palabras que sólo escuchaba la gruesa pared.

 Resultaba más violento que una encarnizada pelea de gallos: 
dos seres humanos que no se hablaban, mudos a perpetuidad
 por el orgullo. 

Ni siquiera se molestaban el uno al otro desde hacía treinta años.

 Sólo se ignoraban.

En cierta ocasión un guardia le regaló una radio a uno de los presos. 

El recluso siempre escuchaba el aparato en un rincón
 de la estrecha habitación, y acabó tragándose la música 
que rebotaba en el eco de la pared. 

Las baterías del transistor se agotaron, 
pero las canciones subsistían en el interior del condenado. 

La noche en que murió expulsó del pecho todas las notas.

El otro preso cantó con él los versos de su última canción.

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