A Frank le olían las manos a baraja francesa, a tapete sucio
y a billetes gastados de un dólar.
Su fama como ilusionista era nefasta, hasta que abandonó los naipes
y empezó a mover objetos con la mente.
Él aseguraba que no había truco,
pero todos conocían las malas artes de frank.
La fortuna le comenzaba a ir de cara hasta que, durante uno de sus números, desapareció la caja fuerte en uno de los tugurios que los Johnson tenían en Las Vegas.
Taylor, un matón a sueldo de la familia, trincó al ilusionista
en un club de putas de Wyoming.
Lo introdujo en un cuartucho del local, lo ató a una silla y puso un disco de Ella Fitzgerald a todo volumen para amortiguar los gritos.
Cuando acabó de golpearlo a ritmo de jazz se sentó frente a él,
sacó su Zippo oxidado, encendió un Malboro y extrajo una bala 9mm. de la recámara de su Beretta plateada.
“Esta es para ti”, dijo Taylor colocando el proyectil
de pie sobre la mesa, junto al cenicero.
“¿Quieres un cigarrillo como última voluntad, Frank?”,
le preguntó escupiéndole el humo a la cara.
Después dejó el cigarrillo junto a la bala.
“Agárralo.
Si eres capaz de mover con la mente una caja fuerte podrás mover
un cigarrillo de un gramo”, dijo con una sonrisa irónica.
El mentalista alzó sus ojos azules,
clavando en Taylor una mirada gélida como el hielo.
El espeso humo del Malboro se transformó en una fría niebla
que heló todo el cuarto.
La voz de Ella Fitzgerald tembló.
“Fumar mata”, respondió el mentalista amenazante,
como si su voz fuese un percutor amartillado.
Y bala comenzó a tiritar sobre la mesa.

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