Yo miré sus ojos cuando los hombres
aún no habían inventado el tiempo.
Nada se movía en las tinieblas.
El aire estaba muerto.
Volé, agitando las nubes de polvo de astros y hoyos negros,
y los ángeles del sueño me miraban,
y mis manos se crecieron al encuentro de sus brazos.
Y lo primero fue lo último,
“hágase la luz”, y la luz fue hecha,
y una voz de suave trigo pronunció mi nombre.
Sonreí al ver caer las estrellas luminosas
que se esparcían en la nada al entrar al cielo azul violáceo:
en el horizonte dorado encontré la rosa.
Me acerqué y toqué sus pétalos.
Y se hizo la distancia y la materia fue ciega.
En lo profundo del mar, en las verdes selvas
y en el desierto de fuego,
y en el desierto de fuego,
me cubrí con su velo.
En el dolor me fui formando,
me dibujaba entre las multitudes y,
sufriendo todos los pesares del mundo, derramé mi sangre.
Y cuando volví,
era de día,
pero la humanidad todavía dormía en la noche.
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