sábado, 27 de agosto de 2011

A la luz...



Yo miré sus ojos cuando los hombres

 aún no habían inventado el tiempo.

Nada se movía en las tinieblas. 
El aire estaba muerto. 

Volé, agitando las nubes de polvo de astros y hoyos negros,
 y los ángeles del sueño me miraban, 
y mis manos se crecieron al encuentro de sus brazos.

Y lo primero fue lo último, 
“hágase la luz”, y la luz fue hecha, 
y una voz de suave trigo pronunció mi nombre.

Sonreí al ver caer las estrellas luminosas 
que se esparcían en la nada al entrar al cielo azul violáceo: 
en el horizonte dorado encontré la rosa.

Me acerqué y toqué sus pétalos. 
Y se hizo la distancia y la materia fue ciega. 

En lo profundo del mar, en las verdes selvas
 y en el desierto de fuego, 
me cubrí con su velo. 

En el dolor me fui formando, 
me dibujaba entre las multitudes y,
 sufriendo todos los pesares del mundo, derramé mi sangre.

Y cuando volví, 
era de día, 
pero la humanidad todavía dormía en la noche.

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