En la esquina que forman los dos lados más largos del triángulo isósceles
que es mi plaza, en una y otra acera, y enfrente la una del otro,
hay una carpintería y un taller mecánico.
El carpintero se llama Uriel y el mecánico, también se llama Uriel.
Ambos comparten públicamente la misma pasión.
Ambos, más o menos a la vez,
descubrieron que su verdadera vocación era la astronomía y,
desde entonces, a pesar de los tímidos remilgos de los padres del primero
y de la esposa del segundo,
que lo consideran una pérdida de tiempo,
se reunen tres o cuatro veces por semana
para representar plásticamente cuerpos celestes y constelaciones.
Uriel el carpintero tiene una máquina que fabrica virutas del tamaño
y la forma que sobre la marcha él decida conferirles.
Uriel el mecánico, entre ruedas, compresores y tornos,
tiene un extraño artefacto que suelta las chispas más luminosas
y con los colores más dispares que uno pudiera imaginarse.
Son las diez de la noche.
Ante un público expectante,
los dos Uriel han sacado sus curiosos mecanismos
a las puertas de sus negocios.
Entre medias, justo en el punto medio de la línea que los separa,
se ha puesto Pedro el pintor con su máquina de sopletear.
Aúrea, la hija mayor de Celestino,
que está a punto de terminar la carrera de música,
les acompañará con su chelo desde una distancia prudencial.
El experimento de hoy se llama: Tannhäuser.

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