Es noche cerrada y llueve a cántaros.
Cientos de violentos rayos rasgan el cielo iluminándola
espesa maleza de la selva.
El mundo parece venirse abajo y no es bueno estar a la intemperie.
“Es el Monzón” pienso mientras corro entre los pastizales
en busca de un refugio en donde guarecerme.
Sobre la ladera lodosa de una montaña, se recorta la silueta de un antiquísimo templo en ruinas.
Las inclemencias de un clima hostil lo han castigado
con brutal dureza dejando
a la vista paredes que muestran heridas de mampostería arrancada
y ladrillos carmesí.
Algunas vigas de madera podrida son el mudo testimonio de un tiempo
de esplendor en donde el techo, hoy desnudo, alguna vez tuvo un cielorraso de tejas de barro.
Aún así, ingreso en el recinto tratando de encontrar un lugar
en donde protegeme del violento aguacero.
__No deberías confiar ni en tu propia sombra
–me dice un anciano harapiento sentado sobre una piedra
-La luz engaña al ojo y hay otras formas más allá de tus sentidos.
Yo soy la prueba de ello:
Ves en mí a un viejo decrépito pero en realidad soy
el peor de todos los demonios.
__Cuánto lo lamento! –respondo con sincera pena
– Debe ser difícil tener que aceptar que nadie jamás podrá
verte tal cual eres.