En los días de niebla, el río cruje.
A los indecisos, el río les parece una nube almidonada, e imaginan, algunos,
que rebotarán en esa colchoneta como cuando niños; a otros se les antoja una pátina
de humo y creen que nadie oirá el ruido de su cuerpo al caer, o acaso será como el breve chasquido de un mechero, un leve roce, un segundo y luego luz.
Pero abajo el río es más oscuro.
Allá donde la luz no alcanza a doblar las esquinas de la duda, donde navegan ojos silentes como peces de un acuario roto, el río se vuelve más denso.
En los días de niebla, el río cruje, porque en el tropiezo de la indecisión,
son las sombras de los suicidas las que saltan.
Se desatan de los tobillos de asfalto y caen al río como pétalos de flores secas.
Se ve entonces una onda, una lágrima de plomo más para
un río que siempre está de paso.
Todas saben que no podrán regresar, y en sus anhelos,
imaginan que sus dueños regresarán para pescarlas.
Por eso, al caer la tarde, suben a la superficie
y toman prestada la extraña forma de un pez.
