sábado, 20 de abril de 2013

La meada que cambió el curso de la historia... perdido en Buenos Aires.


Cuando El Príncipe estaba a punto de salir de su casa, rumbo a la verdulería, sintió ganas de orinar.

(Hay quienes prefieren hacer pis o mear, yo prefiero orinar. Me suena más a oro, a algo precioso. 
Si bien todavía no experimenté la urinoterapia, la idea de un chorro dorado, 
llevando salud y vida, me simpatiza. 
Claro que más me simpatiza la idea de comer una pizza de palmitos junto a una admiradora adolescente, pero ahora estamos hablando de otra cosa. 
Ahora estamos en el tema del Coreógrafo del Silencio saliendo de su casa 
y sintiendo el llamado de la naturaleza.)

Por un instante, dudó.
Se dijo a si mismo: "tengo la llave en la mano, tengo la voluntad, estoy listo para salir.
 La necesidad no es imperiosa, es apenas incipiente. 
Voy, compro, y orino cuando regreso".
Se respondió: 
"¿Quién carajo me apura?
 Meo y voy relajado... qué pelotudo, che... no me reconozco...".

Ingresó al toilet.
Paralelamente -y sin que él siquiera lo sospechara-, la hija de su vecina estaba sentada a pocos metros de distancia, en similar menester, pensando vaya uno a saber en qué.
Mientras el Poeta Sin Obra sacudía lo suyo, ella secaba lo de ella con papel higiénico.

Mientras él cerraba el cierre de su pantalón, ella hacía lo propio con el suyo.
Esto ellos no lo sabían. Sólo lo sabía yo, que soy el narrador omnisciente. 
El que todo lo sabe y lo que no lo inventa.

El asunto es que apenas unos minutos después, ambos abrieron simultáneamente
 la puerta del palier que los une y separa al mismo tiempo -si es que hay dos cosas y no un todo indivisible-, la puerta que los enfrentaría por primera vez en el espacio común desde el cual tendrían que llamar al ascensor en caso de querer descender.


Algunos lectores que disfrutan de las fantasías están imaginando que ni bajaron, que El Príncipe la sedujo en los 45 segundos que tarda el elevador en llegar hasta el piso 12.

Imaginan que con dos frases la metió en su casa y le hizo el amor sin siquiera saber su nombre, como en el Último Tango en París.

Señores, lamentablemente la vida real no es tan sencilla.

El Coreógrafo del Silencio tuvo que emplear todas sus armas seducción para conquistar a esa señorita.

Tuvo incluso que emplear armas que ni sabía que tenía, que ni sabía que existían.

Tuvo que realizar proezas titánicas para llevarla a su cama.
 Pero, finalmente, graciadió,  dos semanas después, lo logró...

Ese amor llegó gracias a que tuvo paciencia, a que se tomó el tiempo para orinar.
 Si hubiera salido a las corridas, apretando la vejiga, no la hubiera encontrado, no hubieran intercambiado teléfonos y la magia de los cuerpos no hubiera tenido lugar.

Para que no digan que soy un fundamentalista que solo veo un lado de la moneda, 
voy a recordar de manera libre a Don Juan, el de Castaneda...

Si hubiera salido sin pasar por el toilet, su vida hubiera sido diferente,
 tal vez mejor, tal vez peor, pero seguro distinta.
 Eso ya no podemos más que imaginarlo...

Lo único que de verdad sabemos es que lo mejor que podemos hacer 
es mear impecablemente.