Cuando Rosendo Peralta entró en la pulpería todos dejaron de hablar. No se movía ni una mosca;
hasta el hilo de ginebra que estaba llenando el vaso del Negro Perez pareció congelarse.
Tenía puesto el poncho rojo de lana aunque era enero y el sol pegaba fuerte.
No se lo sacaba ni para dormir y mucho menos para bañarse, porque Don Rosendo no era afecto al agua. Lo había encontrado hacía más de 20 años, abandonado en un banco de la plaza.
Las malas lenguas decían que a partir de ese momento las desgracias habían llegado al lugar.
La inundación del 68, la sequía del 70, la cosecha del 71 arruinada por el gusano, los vacas muertas por el consumo de un yuyo que no sabían de donde había salido y no podían combatir, el cierre del ferrocarril en el 80. En fin, lo que había sido una ciudad pujante era ahora un pueblo perdido en el medio de la pampa y todo por el poncho del Rosendo. Los más jóvenes se reían de las supersticiones de los viejos y, cansados de vivir en ese lugar donde nunca pasaba nada, huían hacia las ciudades vecinas.
Esa misma tarde calurosa un viajante abrió las puertas de la pulpería y se sentó en una silla del fondo. Desde allá pegó un grito que quebró el silencio y sobresaltó a los parroquianos.
- Rosendo Peralta, he venido por mi poncho.
- Discúlpeme, mozo, pero a usted no lo conozco y el poncho es mío. Lo encontré en buena ley.
- No me haga enojar, Rosendo, que no le conviene. Yo sé por qué se lo digo. Deme el poncho y me voy en paz. Ya bastantes problemas les ha traído. Tengo trabajo en otros lados, no me haga perder el tiempo.
- ¿Y se puede saber quién es usted que anda tan ocupado?
- Lucio Belcebú, pero mis amigos me dicen Lucifer.
- No me suena. ¿Tiene familia en el pueblo?
- Tengo parientes en todos los pueblos. ¿Nunca escuchó eso de pueblo chico infierno grande?
Bueno, es porque yo los visito seguido. En cambio, la competencia los tiene olvidados a la buena de ...
a la buena de ... bueno, usted me entiende, no?
- No.
- Siempre fue un poco corto de entendederas, Rosendo. Todo el pueblo se daba cuenta que el poncho traía desgracias y usted nada, terco, seguía meta usarlo. Lo peor es que como cometí el error de olvidarlo, ahora no puedo sacárselo por la fuerza. Usted me lo tiene que dar por propia voluntad.
- Entonces se puede ir yendo, porque yo al poncho no lo largo.
- No sea necio, hombre. Dígame que quiere a cambio y yo se lo concedo.
- Quiero el poncho. Sabe que pasa, de tanto usarlo se me hizo carne.
Si me lo saco dejo de ser Rosendo Peralta.
- Lo entiendo, Rosendo, pero imagínese lo popular que se va a volver si yo le concedo, por ejemplo, que vuelva el tren. Tengo muchísimos amigos en el poder; ni se imagina cuántos.
- Y para que quiero yo el tren si nunca voy a ningún lado. No, prefiero el poncho.
- ¿Y si elimino el yuyo venenoso y vuelven las vacas, eh? ¿Sabe cómo lo van a respetar?
Ya veo los campos llenos de hacienda, con vaquitas que se llamen Rosenda en su honor.
- Dejese de joder, quiere, que encima me van a hacer tomar leche.
- No queda ni un gusano. Le garantizo 50 años de buenas cosechas y una lluvia exacta por año,
ni un milímetro más ni un milímetro menos.
Los parroquianos empezaron a mirarse y a mirar fijo a Don Peralta.
Hay que reconocer que éste empezó a dudar.
- Afloje, Don Peralta. Tanto lío por un poncho roñoso. Piense en los chicos que se fueron, en el pueblo,
en las pobres vacas. Piense, Don Peralta. No sea egoísta.
Al final, entregó el poncho nomás.
Después de algunos años, el pueblo se convirtió en una ciudad enorme gracias al dinero que trajeron distintos terratenientes y hacendados. Como Lucio Belcebú había prometido, las cosechas eran óptimas,
la cantidad de lluvia exacta y las vacas engordaban magníficamente. Volvió el tren, volvieron los jóvenes convertidos en profesionales, se triplicó el tránsito, se impusieron nuevas modas.
Derribaron la pulpería para construir un shopping, se registraron un promedio de 18 accidentes de tránsito por día , varios fatales, aparecieron los pungas, rateros, ladrones a mano armada, usureros, políticos que hacían campaña todo el año, policías que aceptaban coima.
Pero Rosendo nunca llegó a verlo, porque murió de frío en su rancho ese mismo invierno...