1
Y los hombres se dieron cuenta de que las leyendas eran ciertas: hubo un inicio y habrá un fin.
En una noche futura.
Siempre todo transcurría en el pasado o en el futuro, hasta que la noche prometida por fin llegó.
2
En algún lugar del Asia menor, a la hora en que el sol comenzaba a descender en el poniente, en el oriente del cielo apareció una estrella nueva, igual que hacía veintiún siglos.
Los hombres y mujeres creyeron que era la señal de otro salvador, o que habría otro pacto. Cuando la estrella comenzó a caer, sólo algunos pudieron comprender que se trataba de un nuevo pacto. El pacto final.
No hubo serpientes en el cielo, no hubo mujer, y ya todo el mundo era Babilonia. No sonaron las trompetas ni se derramaron las copas en el océano.
Sólo la estrella cayendo. Brillante contra el firmamento azul oscuro, aún cuando el sol no terminaba de ponerse en el occidente. Y la estrella creció y creció, y la vieron descender en el mismo sitio donde había estado el Jardín del Edén.
Cuando llegó a la tierra, todos supieron que la estrella era Dios. Apareció como una explosión nuclear que quemó todo en kilómetros a la redonda, secando los árboles y destruyendo toda vida. Inmensa en su propia magnificencia, amarilla y brillante, dolorosa y plena, la explosión nuclear estallo y se mantuvo sin decrecer.
Los hombres no tuvieron necesidad de consultar a los libros y a los sacerdotes. Con Dios llegó la claridad y el conocimiento absoluto. Y llegó el llamado.
Todos comenzaron a caminar hacia el Jardín del Edén.
Porque Dios les estaba explicando a todos en sus cabezas el propósito de su llegada y el fin de la historia humana.
Una vez hubo un inicio. Antes de eso, el huevo atómico original, donde no existía espacio ni tiempo, donde nada ocurría, donde todo era homogeneidad. Hasta que el huevo explotó y comenzó la historia.
Comenzó la complejidad. Nació la vida y con ella la muerte, entremezcladas de formas infinitamente variadas, y a eso se le llamó historia y existencia, se le llamó literatura y amor, se le llamó religión y guerras, se le llamó humanidad y conocimiento. Se le llamó realidad, y era un error.
Ahora por fin Dios había vuelto a la Tierra, decidido a terminar con todo. A todos los seres, hombres, animales, plantas y piedras, los estaba llamando para que se fundieran con él en su luz eterna, para que olvidaran su nombre y su complejidad y volvieran con él. A ser átomos de hidrógeno primero, pura energía finalmente.
Y los hombres escucharon. Y los hombres comprendieron que nada más tenía importancia. Que toda la existencia no era sino un breve suspiro antes del sueño de Dios.
Y acataron la orden de Dios y volaron hacia su gigantesco hongo nuclear situado en el desierto del Edén.
3
Pero estaban los otros. En medio de todas las multitudes que sonrientes o llorosas, pero siempre resignadas, caminaban hacia el hongo atómico de Dios, había quienes caminaban hacia el otro lado.
Caminaban o se quedaban quietos. Desoían a Dios y seguían cuidando flores que se marchitaban entre sus dedos, construyendo casas que eran disueltas por el viento divino, llorando y abrazando a personas que comenzaban a caminar hacia Dios.
En medio de los dos soles estaban. En medio del amoroso sol atómico de Dios que llamaba a todos de regreso al hogar, y del sol rojizo que se moría en el océano. Y a ese último sol moribundo y orgulloso orientaron sus caras, y dijeron: no nos moverán.
Fue por ellos que aparecieron los ángeles de Dios a cumplir las órdenes.
Como veloces destellos, o como agudas notas casi inaudibles, los ángeles de Dios aparecieron para librar la batalla contra la diferencia y contra los que no querían partir, perseverando en su error y en su existencia.
Los veloces destellos se repartieron por el mundo llevando sus espadas de fuego, destruyendo todos los centros poblados a su paso.
Transformaban la piedra en polvo, y el polvo se disgregaba en el viento que volaba hacia el hongo atómico de Dios.
Mataron al tigre de garras negras, al deforme elefante, a los delfines que hablaban en su lengua superior. Botaron los gigantescos árboles retorcidos, quemaron los manchones de pasto y hierba y bosques que quedaban en medio del vacío dejado por aquellos que se habían entregado a Dios al primer llamado. Y ante cada hombre que dudaba, tomaron su espada, y diciendo: no tengas miedo, partieron su cuerpo y su alma a lo largo de la columna vertebral, entregando las dos mitades al sagrado viento de los últimos días.
Avanzaban con ferocidad divina, enfrentando toda oposición.
4
Pero a mil kilómetros de distancia del hongo nuclear que era la manifestación de Dios, un grupo de personas esperaba.
Alrededor de ellos, las familias corrían a incinerarse en el fuego de Dios.
Eran los últimos que quedaban de los hombres y mujeres que se habían rebelado contra Dios. Eran quienes lo odiaban. Odiaban el universo imperfecto que había creado y que ahora quería destruir. Odiaban a alguien en el universo porque lo amaban demasiado, y ese alguien había ya emigrado hacia el alma de Dios, o había dejado de existir hace tiempo, o seguía vivo en el campamento de los últimos hombres rebeldes.
Alrededor de ellos la noche era casi como día, con explosiones en el aire que iluminaban todo alrededor, y con el lejano clamor de las ciudades incendiadas.
Los hombres tenían sus espadas, sus largas armas, sus escudos contra la radiación y sus propias bombas para luchar contra los ángeles. Tenían sus símbolos sagrados inventados por ellos, o por sus abuelos, o por sus antepasados, o por hombres muertos y desconocidos de lejanas culturas extintas en el tiempo. Y tenían su dolor.
Los ángeles, a lo largo de la noche, atacaron el campamento de los últimos sobrevivientes y mataron a la mitad en sus continuos avances. Los hombres, sin saber cómo, descubrieron que incluso con sus armas más primitivas podían matar a los ángeles, pero la lucha era atroz e injusta. Los ángeles eran más numerosos y más veloces, mortalmente bellos con su luz blanca que acababa con la vida de los rebeldes haciéndoles sonreír antes de fallecer.
Por cada mujer u hombre que caía, un hombre y una mujer se estremecía ante su sonrisa de muerte. Si derramaba una lágrima y apretaba los dientes, podía gritar y destrozar a un ángel con un golpe de espada, con un disparo de su arma, con una bomba electrónica. Si se quedaba pensando en la sonrisa y aceptaba que el caído estaba por fin feliz, entonces su propio cuerpo desaparecía al instante, y otra explosión resonaba cerca de la hoguera de Dios.
El sol de occidente se había puesto hacía tiempo, pero de alguna forma aún perseveraba su brillo rojo en el lejano horizonte. Del otro lado estaba el hongo de Dios, de luminosidad maravillosa. Como una noche relampagueante, con su negra oscuridad sin estrellas interrumpida por periódicos fulgores radioactivos, así era el ambiente alrededor de los últimos rebeldes, refugiados detrás de una montaña que ofrecía refugio ante el viento divino y la visión de Dios en su hoguera, que era el último refugio al que no querían llegar.
De pronto, las explosiones cesaron, y el clamor de las ciudades acabó. Todos escucharon el silencio, hasta que el líder de ellos, un hombre fuerte y encorvado, dijo:
—Somos los últimos.
Y con esas palabras, un destello apareció a cien pasos al norte del campamento. Otro destello apareció cien pasos al sur, y luego otro y otro y mil más aparecieron, rodeándolos en un círculo de blanca luz.
Eran los ángeles asesinos de Dios.
Los hombres y mujeres temblaron y gimieron, pero su líder tomó la espada y se adelantó hacia el sur. Era la hora de la medianoche. El líder levantó su espada y gritó, y he aquí que frente a ellos se materializó un témpano de hielo brillante y fluctuante, luminoso como el hongo de Dios.
Era el Arcángel Gabriel.
5
El Arcángel Gabriel habló así, con una voz que no tenía sonido:
—De todas las criaturas del universo, son estas mujeres y estos hombres y estas plantas y estas piedras que aquí sobreviven los más apegados al error. Lo que ustedes llaman amor no es sino la perduración del error de la existencia. Un error exquisito y hermosamente complejo, pero que ya ha acabado. El hidrógeno del que sus cuerpos están hechos les llama a la fuente, para volver a ser energía pura y terminar de una vez con todos los pesares.
En el campamento los hombres y las mujeres y los niños escucharon. Una mujer levantó la voz y respondió:
—Si sumisión es lo que quiere Dios, no la tendrá. Mataremos combatiendo por nuestros ideales.
El Arcángel Gabriel se transformó en una hermosa flor blanca y gigantesca, de pétalos gruesos y suaves como la lana de un cordero inmaculado, y habló de nuevo:
—Sus ideales son lo contrario a un ideal. Sois como niños que creen saber mejor que su Padre lo que es mejor para ustedes. Sus ideales han sido escogidos arbitrariamente, y nadie en este lugar comparte su ideal con alguien más.
Los hombres y las mujeres y los niños escucharon. Un niño levantó la voz y respondió:
—Dios nos hizo erróneos, fruto de su propio error. No somos nosotros los que lo perdonaremos, porque grande es nuestro rencor.
El Arcángel Gabriel se transformó en una gigantesca estatua de mármol con la figura de un ángel, tal como lo pintaban las imaginaciones humanas del último siglo, con cuerpo de hombre, rostro asexuado y alas blancas de cisne. Y dijo:
—Dios no necesita su perdón. A Dios no le importa su rebelión. Esta conversación es la última prueba del amor de Dios, y ya está escrito que ustedes resistirán y nosotros los llevaremos a la fuente. Cuando sol se eleve sobre el horizonte, la labor de nosotros estará terminada y todo pertenecerá de nuevo a Dios. Ahora yo comenzaré la última masacre sagrada.
Y fue nuevamente un destello y alzó su espada volcánica para descargarla sobre los últimos hombres, y todos vieron que su espada apuntaba directamente a las gargantas de cada uno de ellos, y abrieron la boca para decir el nombre de la última persona que habían amado, y que no era Dios.
Pero detrás del campamento de los hombres se oyó un temblor de tierra, y del suelo emergió una figura roja y alada que llevaba una espada negra en su mano. La figura se lanzó gritando contra el Arcángel Gabriel y de un solo golpe lo destrozó.
Lejos, en el hongo nuclear, las explosiones se multiplicaron.
La figura roja y alada los enfrentó. Alas de murciélago tenía, y cola terminada en punta, y cuernos y pezuñas, y en su rostro una feroz majestad. El líder de los rebeldes lo reconoció primero, y luego lo reconocieron todos los demás.
Era Lucifer, tal como lo pintaban las imaginaciones del último milenio.
6
—Dios ha otorgado una tregua —dijo Lucifer a los hombres reunidos en torno a él, sentado con su enorme espalda apoyada contra la gran piedra que los separaba del hongo de Dios—. Nos quedan pocas horas de noche para vivirlas atados a este mundo antes de que la mañana despunte y al hongo nuclear se extienda por toda la tierra.
—¿Y no es posible ningún tipo de resistencia contra Dios? –preguntó un niño, mientras el líder fuerte y encorvado miraba a Lucifer y guardaba silencio.
—Es posible, y ha sido posible durante miles de años. Pero todo eso se acaba hoy –respondió el diablo con una voz que a todos les pareció humanamente cansada.
—¿Cómo es posible que te sientas tan derrotado? –preguntó un hombre—. Has podido vencer al comandante de las huestes celestiales, el ser más poderoso después de Dios. Yo sé que tú caíste por rebelarte contra Dios. ¿No lo harás ahora, en el momento más importante?
—Es cierto que mi nombre alguna vez fue Luzbel –dijo el diablo—, y que era superior a Gabriel en el ejército de Dios. Pero ahora que he vencido a mi enemigo los límites de mi poder están claros. Ya no queda nada que hacer contra las sentencias de Dios.
—Dicen que Dios promete vida eterna –dijo otro niño—, y que tras la muerte viene un mundo de felicidad y bienestar, donde no hay problemas ni dolores. ¿Ese mundo es la hoguera hacia donde nos está llamando?
—Eso es –respondió Lucifer—. Allí dejaremos de sufrir y las heridas se nos sanarán. Por supuesto, nosotros somos los que no queremos esa paz, y estamos atados a nuestro dolor y nuestra rebeldía.
—Pareces un predicador –dijo el niño con desprecio—. Se nota que alguna vez fuiste un ángel. –Sin embargo, reflexionó.— He decidido hacerte caso. No quiero sufrir más. Iré a reunirme con mis padres y mi hermana.
Y el niño caminó lentamente hacia el desierto, contemplado por todos, y cuando dejó el refugio de la piedra y fue iluminado por el hongo atómico y azotado por el viento de Dios, levantó los brazos y se difuminó en el aire.
7
Toda la larga noche los hombres aguardaron. No rieron ni lloraron, sino que se contaron sus historias, sus nombres y sus razones. Enamorados viudos habían muchos, científicos incrédulos también, algunas monjas y curas. Estaba un teólogo cristiano que había demostrado que el infierno y los ángeles no eran más que metáforas, y estaba un monje budista al que el armageddón había interrumpido su camino hacia la santidad. Estaba la mujer científica que había trabajado en el equipo que logró la primera clonación humana, pocos meses antes, y estaba el astronauta que pensaba partir hacia la luna en búsqueda de una divinidad cualquiera que permitiera a los hombres ser felices de nuevos. Estaban los niños huérfanos, los golpeados por sus padres en nombre de Dios, y las niñas violadas en nombre de Dios, y los sobrevivientes cojos y mancos de las guerras religiosas. Y todos contaron sus historias, y algunos maldijeron a Dios y otros no lo hicieron, pero todos sujetaron con fuerza en sus bolsillos un objeto banal, un símbolo o una fotografía o unas palabras en un papel, sabedores de que en esa última noche todo era banal.
Sólo el líder de los rebeldes, que tenía una historia como la de cualquier otro, y que era un hombre común llevado a ser el líder por las circunstancias, fue a hablar con Lucifer, casi en las afueras del campamento. Lo vio cansado, debilitado, y en su rostro satánico notó ciertos rasgos no del todo inhumanos.
—Tu nombre fue Luzbel una vez –dijo—. Pero creo que puedo decir que también tuviste otro nombre.
El diablo contestó:
—Mi nombre una vez fue William, cuando aún era humano y no conocía ni a Dios ni al Diablo. Vi al anterior Lucifer caer desfalleciente a mis pies, vencido por los ángeles, tras escapar durante varios días de sus espadas. Murió a mis pies y no lo volví a ver más. Su rostro era el de un salvaje niño francés. Fue poco tiempo después de eso que comencé a recordarlo todo: el fulgor de la creación, los vuelos sobre el jardín, el canto a nuestro padre en las gargantas, la orden que no acaté, las espadas cruzadas en la batalla del cielo y la larga caída hasta el abismo de fuego.
—Serás el último Lucifer, entonces, pues esta es la última noche –dijo el líder, apuntando con su brazo al círculo de luz que los rodeaba—. La madrugada acaba ya, y ellos se preparan para vencerte. ¿Quién será tu asesino?
—Serán Miguel y Rafael. Mis hermanos llegarán a cobrarme por eones de muertes y maldiciones, de huidas y de libertinajes. Ellos me vencerán, y volveré por fin al hogar.
—¿Por qué? ¿Por qué te has vencido? ¿Ha pasado demasiado tiempo?
—Me he dejado vencer porque así estaba escrito.
—Pero tú no obedeciste lo que estaba escrito.
—Aún así no dejó de estar escrito. Míralos, ahí vienen.
Los hombres quedaron en silencio. El hongo atómico de Dios estaba retraído. Sobre ellos, el cielo era más oscuro que nunca. Todos pudieron ver cómo del círculo de luces se destacaban y acercaban dos llamas de luz blanca.
—Miguel, Rafael –dijo Lucifer de frente a ellos—. Hermanos míos.
8
—Ya sale el último sol por el oriente –dijo la llama que era Miguel.
—Saldrá por última vez para iluminar la última batalla de los hombres –dijo Rafael.
—La batalla contra los ángeles, porque no podrán luchar contra Dios.
—Nadie tiene el porte para luchar contra Dios.
—Sería tragado por su luz amorosa antes de poder avanzar.
—Todo pertenece a Dios.
Detrás de Lucifer, el líder de los rebeldes dijo:
—Si por un último día el sol se eleva sobre nosotros, entonces ese día es nuestro.
Respondieron los ángeles:
—El sol no se elevará.
—Sientan la arena elevándose en el viento. Este es el último lugar.
—Todo está confluyendo hacia la hoguera de Dios.
—El sol está asomándose en el oriente, y ahora se arrastrará por el desierto hacia la hoguera.
—El sol estará contento de volver a casa, y así estarán ustedes.
—Hermano Lucifer, ¿estás listo?
—Listo estoy –respondió él.
Ambos arcángeles levantaron sus espadas y, ante el grito de los hombres, destrozaron a Lucifer. Su cuerpo estalló en un polvo rojizo que se elevó sobre ellos, subió hasta el viento, y se mezcló con el polvo de la montaña que ya se deshacía en el viento de Dios. La multitud tembló porque creyó escuchar el lamento de felicidad de Lucifer.
—Los mares y los desiertos se han vaciado. La última piedra de la última montaña comienza a morir.
—Sólo cien de ustedes quedan en este lugar.
La multitud volvió a estremecerse, y el círculo de ángeles comenzó a estrecharse en torno a ellos. Vieron los rostros andróginos, vieron las espadas levantadas, oyeron como la gran piedra negra, su última defensa, se deshacía a sus espaldas, evaporándose de a poco por el calor de la hoguera de Dios.
—El señor es vuestro pastor –dijo Rafael.
—No deberéis temer –dijo Miguel.
Los ángeles se adelantaron y el primero de ellos levantó la espada por sobre su cabeza para cortar la cabeza de un niño llamado Isaac. Pero justo entonces se sintió un largo grito en medio de la multitud. Los hombres y mujeres se apartaron y vieron en medio de ellos a su líder, caído de rodillas y la cabeza entre sus agarrotadas manos. Gemía de dolor, y su transpiración se evaporaba sobre él. Temblaba, y algo extraño había en su piel.
De su espalda saltó la sangre.
9
De un omóplato primero, y luego del otro, surgieron dos pequeñas puntas de acero, que fueron extendiéndose hacia arriba, mostrando una intrincada estructura de metal, cables y luces que creció hasta duplicar el tamaño de su cuerpo. Cuando terminaron de brotar de su espalda, todos pudieron ver que eran dos gigantescas alas de rojizo metal.
Ante los hombres, mujeres, niños y ángeles inmóviles, el líder dejó de temblar y se levantó. Llevaba en su frente un diamante artificial de color azul y dos cuernos del más fino polímero, sus pies tenían el fuego de los trajes de los astronautas, su piel estaba cubierta de circuitos verdes, azules y rojos, y llevaba en la mano una espada hecha de pura luz.
Apuntó la espada hacia el ángel que tenía la suya levantada, y disparó un destello que lo destruyó en el aire.
—Has vuelto, hermano, ahora que todo es vano –dijo Miguel.
—No podrás hacer nada contra Dios –dijo Rafael—. ¿Por qué luchas?
—Porque yo lo elijo –dijo el nuevo Lucifer, y descargó los rayos de su espada contra los dos arcángeles, que desaparecieron atenuándose como nubes que se deshacen.
La multitud lo contempló asombrada, pero pronto surgió el primer disparo contra los ángeles del círculo, y luego una mujer atacó con su espada, y un niño lanzó una bomba. Los ángeles se defendieron, pero poco pudieron hacer contra el nuevo Lucifer de velocidad electrónica, contra los niños de las guerras que devolvían en cada bomba el horror que los había criado, y contra los hombres y mujeres enamorados y viudos que combatían con un nombre en los labios mientras sus lágrimas se evaporaban por el creciente calor del hongo atómico.
Finalmente la lucha terminó, y sólo quedaron cincuenta hombres junto al nuevo Lucifer, de pie en el espacio que antes ocupaba la montaña que los había defendido de la luz de la hoguera del armageddón. Se dieron vuelta y contemplaron, en el oriente, el ahora gigantesco hongo atómico de Dios, donde estaban los átomos de todas las calles, todos los planetas, todas las cartas devueltas por sus remitentes, todas las estatuas y todos los libros prohibidos y los venerados, todos los árboles donde había jugado un niño, todos las naves espaciales listas para partir hacia estrellas muertas, todas las guitarras eléctricas, todos los puñales que habían asesinado a los amantes infieles, todos los autos destrozados contra una pared, todas las películas de Hollywood, todos los trajes de fiesta, todas las cárceles y todas las catedrales. Y detrás de le enorme fogata se arrastraba el último sol, rojo y moribundo y empequeñecido a medida que se arrastraba y se acercaba a su final en el hongo de Dios.
—Sólo nos queda una cosa por hacer –dijo Lucifer.
Los niños y los hombres y las mujeres del último día lo entendieron; levantaron sus espadas y bombas y pistolas, y comenzaron a correr hacia Dios gritando cincuenta maldiciones en cincuenta idiomas distintos, y cada maldición era una canción de amor, y era un grito de parto, y era un recuerdo que se iba. Al frente iba Lucifer, y mientras corría volvió la voz de Dios, que había hablado al principio del Armageddón.
La voz les prometió que hallarían el bienestar y se acabaría el dolor una vez que estuvieran todos reunidos en su seno, y les agradeció por correr hacia él.
Pero Lucifer le respondió:
—¡Corremos hacia el otro sol!
Y levantó su espada mientras gritaba y se deshacía en las emanaciones radioactivas del sagrado hongo de Dios, corriendo junto con la multitud hacia el final de la historia humana.