El hombre vive en un universo frío y grande pero no lo sabe.
Todo lo que conoce es su pequeño mundo, hecho de cosas pequeñas y tibias. Cada mañana devora sus cereales y se deleita con el delicioso sabor del café. En su trabajo no tiene jefe, está rodeado por gente joven que le recuerdan su propia juventud, algo distante ya, pero no todavía lejana.
Tiene amigos y los valora, tanto como valora al espacio líquido, donde, cada día, cuenta la libertad en largos. Su pequeño universo incluye un piano, un libro de poemas y un tablero de ajedrez. Su pequeño universo se expande en atardeceres compartidos con su mujer, y se ilumina con la risa de sus hijos.
Y aún así, este diminuto, brillante lugar donde vive es parte de un universo cuántico.
Un universo cuántico es un espacio probabilístico. La función de onda de todas las partículas contenidas en él se expande y colapsa, se expande y colapsa, sin cesar.
En un universo cuántico una gota de veneno puede o no puede matar a un gato, pero también puede mantenerlo en un estado superpuesto, un limbo desdibujado.
Un universo cuántico existe, como una burbuja en una caldera hirviente en un caos de universos cuánticos que realizan todas las posibilidades, cada uno de ellos correspondiendo a un valor dado de la función de onda.
Hay una infinidad de esos lugares. Muchos de ellos desnudos de materia, casi todos vacíos de vida. Y aún así, algunos estarán habitados por ángeles y unicornios, dragones y quimeras, mariposas gigantes y flores que hablan.
No hay ni cota ni límite para el poder de la máquina combinatoria,
pero ¿hay un significado? ¿Existe un Dios cuántico?
Ni siquiera los gnósticos se atrevieron a imaginar una divinidad
más desamparada.
El hombre vive en un universo cuántico sin saberlo, todo lo que sabe es que es feliz. Podría no haber conocido a su mujer, tener a sus hijos, nadar medio día, disfrutar de su ciencia y su ajedrez y su poesía, si la función de onda así lo hubiera decidido.
Pero dado que la mano fue afortunada, pretende que puede seguir así para siempre, repitiendo, repitiendo, repitiendo, el ritmo de sus días afortunados.
Pero las fluctuaciones aparecen, inevitablemente, porque vive en un universo cuántico. Y un prueba médica que debería de haber sido negativa, da el resultado incorrecto.
Nadie lo toma en serio, el médico le quita importancia, la intuición de su mujer lo descarta.
Pero hay que repetir la prueba mañana.
Y en uno de los universos la prueba resulta, de hecho, negativa, y el hombre olvidará todo el inquietante episodio y se apresurará a volver a su vida feliz y simple. Pero en otra burbuja de la caldera, la prueba revela algo.
Y este algo será benigno en algunas burbujas cuánticas, y malignas en otras. Y esa cosa maligna será tratable en algunas configuraciones de la función de onda, pero en algunas otras todo intento de sanarlo será en balde.
Y aún cuando el resultado de la prueba es negativo, y el doctor sonríe, y su esposa asevera “te lo dije”, lo sabe.
Aún cuando, de regreso a casa, cada rayo de sol sobre su piel es un regalo, lo sabe. Aún cuando de repente todos los colores de su vida brillan más que nunca, el amarillo del plátano que come cual ambrosía, la naranja de zumo que sabe a hidromiel, el blanco y negro de las piezas de ajedrez, plata y obsidiana en sus ojos, lo sabe.
Sabe que todo es un instante, una burbuja, una fluctuación.
Sabe, que, como el gato de Schrödinger, está vivo y muerto al mismo tiempo.
Reflexiona sobre el milagro durante un momento, da gracias a la pobre, cuántica, atribulada divinidad y se apresura a olvidar todo el asunto y seguir con su vida