sábado, 21 de septiembre de 2013

Algoritmo... (30630)


Son dos rostros. La voz es discordante, pero necesaria.
 La simetría se descompone. Si la oscuridad habla. Si la luz calla.
 Si el hombre que baja se sienta en un escalón. 
Si mira y sueña. Si entra y no sale.

En la caída de los escalones hay una advertencia.
 En cada pisada una indecisión. Avanzar en una dirección es rechazar la opuesta. No es posible el retroceso.

 ¿A dónde conducen los pasos? 
¿A la simulación o al hallazgo?

Palpar es probar. Exponerse a saber lo que da de sí el camino.

 ¿Por qué antes de verlo se nos representa como una ficción?

 Tentador dibujo que abre un tímido paisaje.
 Cuando los postigos apenas han girado.
 Cuando aún no sabemos lo que hay de traslúcido u opaco al otro lado.

Cuando si cerramos los ojos nos sentimos perdidos. 
Presos de nuestros límites. 
Ahítos de nuestra incapacidad. 
Impotentes ante la acechante pesadilla.

 Enfebrecidos buscamos el resquicio, la hendidura. 
Cuanto más diminutos nos hacemos más posibilidades 
hay de escapar de la noche.

De la noche que es cárcel. O dolor. O es ausencia.
 O el insolente aguijón del deseo frustrado. O es el quejido. O el susurro. 

Aquel susurro interior recorriendo la conciencia axial del niño, 
devolviéndole la seguridad.
Toda la noche esperando la llegada de un ángel. 
Entregadamente.

La alborada no se resiste. Pero el despertar es lento.
 Es lento porque el cuerpo no se reconoce. Prolonga la ensoñación. 
Y el sueño vincula de tal manera que cuesta desestimarlo. 
Reconocerse en la luz no es más auténtico, sino solamente otro estado del ser. El de la presencia admitida por los demás hombres.

Y esta presencia es también un trazado. Una visión cuadriculada.
 Paisajes sometidos a la condición de norma y cumplimiento.
 Palabras incrustadas como espinas. Movimientos que cercenan la raíz. Sentencias que amputan las ilusiones. 
Hay formas y hay luminosidad, pero reducidas a su mínima expresión. 
Dispuestas para su acatamiento. 
Riguroso deviene el amanecer de cada jornada.

El hombre tiende a buscar no sólo la luz, sino también el aire.
 Quiere recibirlo. Quiere irse con él. 

Desearía que un torbellino lo succionara y lo reenviase hasta no importa qué dimensión. 
Busca dejar de ser en el aire. Anhela borrar sus huellas en la tierra. Ausentarse de todas las obligaciones y de todas las servidumbres.
En ese anhelo reclama el paisaje. 

En el paisaje se despliegan las figuras y también los objetos. 
Se desdoblan las visiones a las que se dota de pretendida veracidad.
 Teme el deslumbramiento y teme la turbiedad.

 Llega un momento en que mire donde mire le parece estar ante un juego de espejos.¿Le remiten a la desesperanza?

Apura la mirada. Los reflejos le atraen. También suscitan su rechazo.
 Se pregunta si los  hombres están condenados a repetir las secuencias constantes de la ficción.
 En la edad, en el vínculo, en el desgaste.
Para unos, el camino es arduo; para otros, accesible; para los más, inevitable. Se asoma buscando la imagen nueva. 
El sentimiento diferente. La resurrección inaplazable. 

Pero la luz no le llena. La luz no abre su pecho.
 Percibe los objetos más inanimados.
 Se multiplican en su patetismo impersonal.
 No es un paisaje por donde se pueda escapar.
 Atosiga, aprisiona, convierte la mirada del hombre en visión insustancial, gélida. Al hombre le atraviesa un ángulo de incertidumbre.
 Poco es posible palpar entre una materia que no aspira
 a elevarse sobre sí misma.

Todo vuelve a permanecer en lo turbio.
 La pátina gris se impone. 
Se diluirá aquella claridad simulada. 
Volverá la oscuridad a sentir sus pasos.
 El hombre está acostumbrado a caminar palpando los vacíos. 
Son parte de sus entrañas.