El oficio del escritor es solitario. No es novedad. Al igual que el acto de lectura. Solitario y egoísta, por qué no. En ambos procesos (lectura y escritura), estamos acompañados de palabras y a veces se pierde la dimensión de lo que significa la recepción, tanto de lo que contamos, como de lo que leemos. Pero es uno de los prodigios de la literatura, ¿no?
Regresar a ciertos textos y volver a sorprenderse, aventuro.
Todavía maravillado por la experiencia de charlar con pibes, pibas y docentes de diversos establecimientos secundarios de Santa Rosa, La Pampa,
comparto algunos de los ecos de mi visita a la tierra de uno.
“Es una novela que aborda el tema de la amistad. A mí me hizo recordar a Galeano, sobre todo, cuando Leandro le da las llaves del almacén a su amigo”, apunta una de las docentes.
“La caminata fue más corta de lo esperada y calculó que habían pasado unas tres horas cuando divisó las cruces de los panteones.
Martín flanqueó el cementerio, mirando hacia otro lado para que la muerte no lo rondara y detuvo su vista en la laguna que estaba unos metros más abajo.
El frío le cortaba la cara y el crepúsculo del amanecer desnudaba tonalidades rojizas sobre el agua.
Leandro tenía razón: la llanura era muy cautivante para ser indiferente.
Un coro de ladridos lo recibió con desgana mientras recorría la calle principal y tanteaba en el bolso, hasta dar con lo que buscaba.
“Son las llaves del Almacén, podés parar ahí.”, dijo Leandro.
El Negro lo miró sorprendido. “Acordate de La carta robada agregó con tono cómplice.
“La vida no es literatura”, reflexionó mientras luchaba contra el candado del portal del negocio.
Pero no era mala idea, para los indiscretos podía argumentar que estaba de sereno, cuidando las pertenencias del amigo.
Atravesó el seto de ligustrinas y abrió la pesada puerta de caldén, madera generosa que había permitido la prosperidad de La Colonia."
(“El porvenir es una ilusión”, fragmento capítulo 22)