viernes, 23 de enero de 2015

Hoy necesitaba escribir un cuento...




Hacía ya un tiempo que le estaba ocurriendo.
 Podía decir con absoluta certeza cuándo había comenzado, pero no quería atribuir el origen de sus desvarío a un hecho tan fortuito como ése. Una opresiva y tortuosa sensación lo perseguía, haciéndole perder la noción del aquí y ahora, de la realidad, de la segura calma de lo conocido y cotidiano.

Se quedaba paralizado mientras su mente reproducía sin parar los diálogos, las situaciones, las circunstancias relacionadas con desconocidos hechos y anónimos personajes. ¿Me estaré volviendo loco?, se preguntaba. 
La idea de la locura crecía con inusitada fuerza en su interior cada vez que se producía uno de estos incidentes. 
Después de todo la locura debe ser algo parecido, se decía, estar encerrado en un cuerpo que no es más que una imperfecta prisión temporal, atrapado en una definida dimensión, espacio y tiempo, mientras la mente vaga libre, inalcanzable, lejos de las limitadas fronteras de lo material.

Unos días atrás, la vista de una casa en venta había sido el detonante que había disparado en su mente una imparable sucesión de hipótesis acerca de lo que habría pasado en ese lugar. 
Ecos apagados de palabras pronunciadas por los actores de algún oculto drama comenzaban a acudir en tropel, atraídos por su afiebrada imaginación.
 Pudo sentir en su cuerpo la intensidad de los sentimientos que los habrían sacudido, traspasándolo, dejándolo exhausto, agotado. No sabía cuánto tiempo podría soportar esa tortura alucinógena antes de comenzar a perder la lucidez, la conciencia de su propio yo, antes de dejar de ser él para transformarse en el protagonista de alguna historia desconocida.


Sus pensamientos volvieron al día clave, hurgando en sus recuerdos, con el secreto afán de encontrar una salida. Estaba manejando su auto por la Avenida 9 de Julio, de regreso a su casa. 
Al llegar a San Juan vio que se había producido un serio accidente.
 Una mujer estaba tirada en la calle. Había sido atropellada por un auto. Parecía que aún vivía, como sostenida por la esperanza de que la ambulancia acudiera en su auxilio.

Al verla, una incontenible sensación de tristeza se apoderó de él; la vio indefensa, con la vulnerabilidad de los que dependen de la buena voluntad de otros, imposibilitados de ayudarse a sí mismos.

Los primeros fantasmas llegaron.

La imaginó muerta. Imaginó su perplejidad al comprender que estaba viviendo el último segundo de su vida, sintió la ansiedad de alguien que estaba esperando su retorno y palpó el vacío que dejaba al no existir más.

Imaginó, sintió, palpó, sufrió.

Quedó petrificado, preguntándose de dónde había surgido esa andanada de... ¿qué?, ¿alucinaciones?, ¿ideas absurdas? No lo sabía a ciencia cierta. 
Pensó que el cansancio acumulado durante los últimos días le estaría jugando una mala pasada. Pensó. Pensó. 
Los bocinazos de los impacientes conductores detrás de él lo sacaron de su ensueño.

Ese incidente fue sólo el comienzo.

Desde aquel momento su vida se transformó en un infierno. No pasaba un día sin que fuera víctima de un suceso similar, impotente, imposibilitado de oponer la más mínima resistencia, perdiendo gradualmente la cordura. 
Quería descansar, dormir, pero no lo lograba. Las noches estaban plagadas de espectrales figuras que lo privaban del necesario bálsamo del sueño, transformando ese tiempo en un sinfín de cuadros de pesadilla.
 Se despertaba a la madrugada bañado en un sudor frío, frío como su lecho, como su alma.

Finalmente llegó a tener miedo de salir a la calle y permanecía encerrado en su casa para no ver, no sentir, no percibir, tratando de evitar que las fantasías inundaran su mente por completo. Creía que lo estaba logrando cuando la situación en la que se encontraba inmerso se transformó súbitamente en el argumento de una nueva historia, su propia historia.

El círculo se cerraba.

Involuntariamente, la maquinaria echó a andar de nuevo.

Imaginó un hombre solo, recluido en su casa, sin contacto con el exterior, temeroso de pensar, de estar crudamente expuesto a los embates de su fértil imaginación, indefenso. De pronto el hombre enloquece, pierde la noción de la realidad, se vuelve inhumano, salvaje, se aísla cada vez más en una absorta alienación hasta que al final muere allí, en la oscuridad de su sórdida habitación, victima de sus propios pensamientos.

Imaginó a los vecinos encontrándolo al poco tiempo, llevados de la mano del olor nauseabundo que despediría su cuerpo al descomponerse. Los vio contemplando en un atónito silencio los miserables restos de lo que había sido su existencia.

Triste final para una vida, se dijo.

Había enfrentado cara a cara lo que parecía ser su futuro inmediato, a menos que se le ocurriera algo, algo, una idea salvadora. Un relámpago estalló dentro de su cabeza y la certeza de lo que debía hacer lo sacudió con vigor, despertándolo de su letargo. Era su última oportunidad, su tabla de salvación. Si no resultaba estaría irremisiblemente perdido.

Un creciente cosquilleo le anunciaba que la incontenible marea se estaba aproximando.

Tap, tap... tap.

Lentamente primero, desenfrenadamente después, el chorro de reprimidas emociones se derramaba sobre el teclado y él se vaciaba por completo, descargándose, quitándose el insoportable peso que lo había atormentado ese último tiempo.

Tap, tap, tap, tap, tap, tap, tap, tap...

Sus dedos golpeaban con rigor las teclas en un interminable frenesí de palabras, escenas y situaciones, casi vomitadas por su mente incansable. Las sombras chinescas se proyectaban sobre el papel en una danza sin fin, brotando desde el recóndito lugar de su alma donde habían estado ocultas durante mucho tiempo, cobrando vida, escapándose del oscuro encierro del que habían sido objeto.

¿Cuánto tiempo habían luchado por conseguir su ansiada libertad? Una eternidad. Y el momento tan esperado había llegado al fin.

El alumbramiento.

El sonido de las teclas imprimiendo cada letra era lo único que resonaba en la silenciosa habitación.


Después de escribir la última frase y poner el punto final, quedó inmóvil, agotado. Apartó las manos del teclado y se secó la frente húmeda. Una sensación de alivio indescriptible lo hacía sentir leve como una pluma.

Había cruzado la línea.

Empezó a repasar una y otra vez lo que había volcado sobre el papel amarillento, como si algún otro lo hubiera escrito, como si él mismo hubiera sido sólo una pluma hábilmente esgrimida por la mano invisible de la experiencia.

Comprendió que había logrado cambiar el triste final de su propia historia por otro, promisorio, prometedor.

Sólo le faltaba el título.

En pocos segundos descubrió la clase de metamorfosis que se había operado en él. Un nuevo ser saliendo del capullo que lo había contenido hasta ahora, transformado para percibir el universo con otros ojos, otra mente, otros sentidos.

El título se materializó ante sus ojos:

“ El Alquimista de Cuentos”.