domingo, 22 de marzo de 2015

EL MISTERIO DE LOS NÚMEROS PRIMOS. El PAISAJE IMAGINARIO

Riemann había encontrado un pasadizo que conducía del mundo familiar de los números a una matemática que habría parecido extraña a los griegos que habían estudiado los números primos dos mil años antes que él.

Había mezclado inocentemente los “números imaginarios” con la “función zeta” descubriendo como un alquimista de las matemáticas, el tesoro que emergía de aquella mezcla de elementos, un tesoro matemático que generaciones enteras habían buscado en vano. 

Riemann había planteado sus ideas en un ensayo de diez páginas, pero era totalmente consciente de que aquellas ideas abrirían puntos de vista radicalmente nuevos sobre los números primos.

El punto de partida de Riemann para la elaboración de su teoría de las “funciones imaginarias” había sido el trabajo del matemático francés Cauchy  y para éste una función estaba definida por una ecuación. Ahora Riemann añadió la idea de que, si bien la ecuación era el punto de partida, lo verdaderamente importante era la geometría de la gráfica de la ecuación.

El problema está en la imposibilidad de dibujar la gráfica completa de una función  en la que se introducen números imaginarios. 

Para ilustrar su gráfica Riemann había tenido que trabajar en cuatro dimensiones. 
Si introducimos números complejos (con parte real y parte imaginaria) en la “función zeta” ésta se describe en un espacio de cuatro dimensiones. 

Dos dimensiones para trazar las coordenadas de los números complejos introducidos en la “variable independiente” de esa función, mientras que la tercera y la cuarta dimensiones se utilizaban para indicar las coordenadas que describen el número complejo resultado de la función o variable dependiente.


La dificultad consiste en que vivimos en un espacio de tres dimensiones y ello nos impide basarnos en el mundo visible para comprender este nuevo “diagrama imaginario”.

 Existen formas de ayudarnos a penetrar en esos mundos de más de tres dimensiones. 

Uno de los mejores métodos para comprenderlos es mirar las “sombras”. 

La sombra que proyectamos es una imagen bidimensional de nuestro cuerpo tridimensional.
 Si la observamos desde algunas perspectivas una sombra puede ofrecer poca información, pero vista de perfil, por ejemplo, la silueta de una persona puede revelar la información necesaria para reconocer una cara.

De forma similar podemos construir una “sombra” tridimensional del espacio de cuatro dimensiones que Riemann creó utilizando la “función zeta” con “números imaginarios”.
 Una “sombra” que conserve información suficiente para permitirnos captar las ideas de Riemann.

El mapa bidimensional de los números complejos que ideó Gauss nos da una representación gráfica de los números que introducimos en la “función zeta”. 
El eje norte-sur marca el número de pasos a dar en la dirección imaginaria, mientras que el eje este-oeste representa los números reales. Tenemos pues dos dimensiones que representar para la variable independiente y otras dos para el resultado del complejo que corresponde a la función. 

En total cuatro dimensiones.


Podemos extender el mapa resultante sobre una mesa. Lo que se pretende es crear un paisaje físico situado en el espacio que está sobre ese mapa. Una “sombra” tridimensional del espacio de cuatro dimensiones. La “sombra” de la “función zeta” se transformará entonces en un objeto físico, cuyas cumbres y valles podremos explorar.

La “altura” del espacio que hay sobre cada “número complejo” del mapa debería registrar el resultado que se obtiene al introducir aquel número sobre la “función zeta”.
 Por la misma razón que una sombra ordinaria nos muestra únicamente algunos aspectos de un objeto tridimensional, algunas informaciones se perderán inevitablemente en la construcción gráfica del paisaje. Sin embargo es posible elegir una “sombra” que recoja suficiente información para permitirnos comprender el descubrimiento de Riemann. 
Tal perspectiva fue de gran ayuda a Bernhard Riemann
 en su “viaje al otro mundo más allá del espejo”.

Paisaje de Riemann al obtener la “sombra” de la “función zeta” en tres dimensiones.


Cuando Riemann comenzó a explorar este paisaje se topó con algunos aspectos fundamentales de su geografía. 
Colocándose dentro del “espacio zeta” y mirando hacia el “este” el paisaje era “una llanura uniforme”. 
Si se giraba y miraba hacia el “oeste”, veía una “cresta de alturas onduladas” que iba de norte a sur. Las cimas de estas montañas estaban todas ellas situadas por encima de la línea que cruzaba el eje este-oeste por el número 1. 
Por encima de este punto de intersección había un pico que subía al cielo. Era, en efecto, infinitamente alto, tal como había descubierto Euler cuando se inserta el número 1 en la “función zeta” obtenía un resultado que tiende al infinito. Si se dirigía hacia el norte o hacia el sur de esta altura infinita, Riemann encontraba otros picos pero todos ellos eran, sin embargo de altura finita.

El primer pico aparecía a poco menos de diez pasos hacia el norte, correspondiente al número complejo  1 + (9´986 …)i, y alcanzaba una altura de 1´4 unidades aproximadamente.
Si Riemann hubiera hecho girar el espacio y hubiera representado la sección transversal  de las colinas correspondientes a la línea de división norte-sur que pasa por 1, habría obtenido esto:

Sección de la montaña del paisaje de Riemann por la línea que pasa por 1.

Había un aspecto crucial del paisaje que atrajo la atención de Riemann. 
Parecía que fuera imposible utilizar la fórmula que define la “función zeta” para construir el paisaje al “oeste” de la cadena montañosa. Riemann se topó con el mismo problema que Euler había sufrido al insertar números reales en la “función zeta”.

¿Es posible que no hubiera nada al oeste de esa frontera? Si tenía que hacer caso sólo de las ecuaciones, se diría que no se podía construir otro paisaje que el que se encuentra al “este” de 1. Las ecuaciones carecían de sentido cuando se insertaban números situados al “oeste” de 1.

Afortunadamente Riemann no se dejó desorientar por la apariencia intratable de la “función zeta”. Para él la ecuación sobre la que se basaba un paisaje imaginario debía considerarse un aspecto secundario.
 La importancia primordial estaba en la “topografía efectiva del paisaje de cuatro dimensiones”.
 Podía suceder que las ecuaciones no tuvieran sentido, pero la geometría del paisaje sugería otra cosa.
Riemann descubrió una fórmula que podía usar para construir el paisaje que faltaba al “oeste”. Este nuevo paisaje podía encajarse perfectamente con el paisaje original. 
Ahora un explorador del “mundo imaginario” podría pasar tranquilamente de la región definida por la fórmula de la “función zeta” de Euler, al paisaje creado por la fórmula de Riemann sin tener siquiera conciencia de cruzar una frontera.

Paisaje completo de Riemann

Llegado a este punto, Riemann ya disponía de un paisaje completo que cubría el mapa completo de los números complejos. Ahora estaba preparado para el movimiento siguiente.
 Durante sus estudios de doctorado había aprendido dos hechos cruciales e inesperados sobre los espacios imaginarios. En primer lugar había aprendido que ¡estaban dotados de una geometría extraordinariamente rígida! Había una única forma de expandirlos: lo que podía existir al “oeste” estaba completamente determinado por la geometría del paisaje al “este”.
 Riemann no podía manipular a su gusto su nuevo paisaje para crear alturas donde le apeteciera hacerlo. Cualquier modificación provocaría un “descosido en la

costura” que separaba los dos espacios.


La inflexibilidad de tales paisajes imaginarios suponía un importante descubrimiento.
 ¡Ocurre que cuando un cartógrafo de mundos imaginarios traza una pequeña región cualquiera del paisaje, ello le basta para reconstruirlo completo!
 Riemann había descubierto que las alturas y los valles presentes en una región contienen información sobre la topografía del paisaje completo. 

Pero Riemann hizo un segundo descubrimiento crucial.
 Descubrió lo que podríamos considerar el ADN de los espacios imaginarios:
¡cualquier cartógrafo matemático capaz de trazar sobre el mapa imaginario los puntos en los que 
el paisaje coincide con el “nivel del mar”, será capaz de reconstruir la configuración del paisaje completo! Por tanto, el mapa que indica tales puntos es el mapa del tesoro de cualquier paisaje imaginario. Se trata de un descubrimiento extraordinario. 

Un cartógrafo que viva en el mundo real no podría reconstruir los Andes sabiendo la posición de todos los puntos del mundo que se hallan al nivel del mar.

 Sin embargo en los “espacios imaginarios” ¡la posición de todos los números imaginarios que tienen imagen cero lo describe todo! 

Estos puntos reciben el nombre de “ceros” de la “función zeta”.

Riemann sabía que lo único que tenía que hacer era marcar todos los puntos del mapa en los cuales la altura del “paisaje zeta” fuera igual a cero.
 Las coordenadas de todos estos “puntos situados al nivel del mar” darían información suficiente para reconstruir todas las alturas y valles sobre el nivel del mar.

Riemann no olvidaba el punto de partida de su exploración: el big bang que había creado el “paisaje zeta” era la fórmula con la que Euler había definido la “función zeta”, una fórmula que, gracias al producto de Euler, podía construirse utilizando sólo números primos. 

Y si ambas cosas, los “números primos” y los “ceros” de la “función zeta”, daban lugar al mismo espacio, Riemann sabía que tenía que existir un nexo que los ligara: un único objeto construido
de dos maneras distintas. 

Fue el genio de Riemann el que desveló como aquellas dos entidades eran dos caras
de la misma ecuación.

La fórmula explícita que Riemann había descubierto utilizando el “paisaje zeta” expresaba un nexo directo entre los “números primos” y los “ceros”. 

La fórmula se interpretaba como una forma de comprender los “números primo” a través del análisis de los “ceros”.

Cuando se iba hacia el norte los “ceros” se repelían unos a otros, a los “ceros” no les gusta nada la compañía. Al contrario de lo que sucede con los números primos, a un “cero” nunca le siguen otros “ceros en rápida sucesión.


Aunque la nueva función de Riemann representaba una mejora en relación a la “función logaritmo” de Gauss, seguía produciendo algunos errores.

 Pero el deambular de éste por el mundo imaginario le dio acceso a algo que Gauss  ni siquiera habría logrado soñar: un método para eliminar los errores. Riemann comprendió que usando los puntos del mapa de los “número complejos” que señalaban los lugares en los que el “espacio zeta” estaba al nivel del mar, podía deshacerse de los errores y obtener ¡una fórmula exacta para contar los números primos! 

Ese fue el segundo ingrediente clave de su fórmula.

Euler había hecho un descubrimiento sorprendente: si se insertaba un número imaginario en la función exponencial se obtenía una onda sinusoidal:


La curva en rápido ascenso que se asocia normalmente a la función exponencial se transformaba con la introducción de estos números imaginarios en una curva de marcha sinuosa.
Riemann comprendió que era posible extender el descubrimiento de Euler  usando un mapa de puntos correspondientes a los “ceros” del paisaje imaginario.

 En aquel mundo del otro lado del espejo consiguió ver cómo, usando la “función zeta”, cada uno de aquellos puntos se podía transformar en una onda.

Las características de cada onda venían determinadas por la posición del correspondiente “cero”. Cuanto más al norte se situaba un punto al nivel del mar, más rápidamente oscilaba la onda correspondiente.

¿Por qué tales ondas eran útiles para contar los números primos?

 Riemann hizo un descubrimiento espectacular: ¡en las “alturas” variables de aquellas ondas estaba codificado el modo de corregir los errores que aparecían en la estimación de la cantidad de números primos. 

La función de Riemann, R(N), proporcionaba una estimación razonablemente buena de la cantidad de números primos menores o iguales que N, pero si a esta estimación se le añadía la altura de cada onda, podía obtener el número exacto de números primos. Había eliminado completamente el error. Había conseguido desenterrar el “santo grial” que Gauss había buscado en vano: una fórmula exacta para calcular el número de primos menores o iguales que N, siendo N un número cualquiera que queramos elegir en cada caso.

Las fases de este descubrimiento serían “números primos” = “ceros” = “ondas”.

Rieman fue testigo de la paulatina metamorfosis de los números primos. 

Los números primos crean el “paisaje zeta” y los puntos que en tal paisaje se encuentran al nivel del mar son la clave para desentrañar sus secretos. Riemann sabía que, dado que existían infinitos números primos, en el “paisaje zeta” existen también infinitos puntos que se encuentran al nivel del mar. Por tanto tienen que existir infinitas ondas que permitan mantener los errores bajo control.

Hay una manera muy gráfica de ver que la adición de cada onda suplementaria mejora la estimación de la cantidad de números primos que proporciona la fórmula de Riemann R(N).

 Ahora ya no es una función continua, sino que se puede superpones con la función escalonada que nos daba el número exacto de los primeros números primos.

Función escalonada de Gauss

Curva sinusoidal de Riemann

Curva sinusoidal de Riemann, superponible con la función escalonada que nos proporciona el número exacto de primos que existen menores o iguales que cualquier número que elijamos N. Son las “alturas” de estas ondas las que controlan la diferencia entre la estimación de Gauss y la verdadera cantidad de números primos.

Riemann fue a la caza de los “ceros” y en cuanto empezó a analizar la posición exacta de estos puntos se sorprendió muchísimo: en lugar de distribuirse de manera aleatoria por todo el mapa, 
los “ceros” que calculaba se disponían milagrosamente sobre una recta que cruzaba el paisaje en dirección norte-sur.

Recta mágica de Riemann o “línea crítica” donde se encuentran todos los “ceros”
Hasta ahora hallados.

¡Era como si cada punto situado al nivel del mar tuviera la misma coordenada este-oeste, igual a ½! Si era cierto significaba que todas las ondas estaban perfectamente equilibradas, que ninguna de ellas producía una nota más intensa que las demás.

Línea de “puntos al nivel del mar” observada desde el oeste del paisaje de Riemann.

Los primeros puntos que halló Riemann tenían coordenadas (1/2, 14´134 725 …), medio paso al “este” y 14´134 725 … pasos al “norte”, los siguientes (1/2, 21¨022 040 …), (1/2, 25¨010 856 …) que indicaban que se encontraban a lo largo de una “recta mágica” que cruzaba el espacio. Riemann halló unos pocos de “ceros”, pero estaba convencido de que todos los infimitos “ceros” estaban alineados sobre dicha recta.

El matemático alemán vio estupefacto que la disposición caótica de los números primos en “nuestro lado del espejo”, en el mundo real, se transformaba en el orden absolutamente rígido de los ceros “al otro lado del espejo”. 
Por fin, había identificado la misteriosa estructura que durante siglos y siglos los matemáticos de todas las épocas habían deseado ardientemente captar cuando observaban los números primos.

El descubrimiento de este patrón fue totalmente inesperado. 
Riemann tuvo la suerte de ser la persona adecuada en el lugar y momentos adecuados.
 No podía prever lo que encontraría en el otro lado del espejo, pero lo que allí encontró transformó completamente la empresa de comprender los misterios de los números primos.

Riemann no logró demostrar que todos los “ceros” se hallan sobre la “recta mágica” y aunque no se ha logrado encontrar jamás ninguno que se encuentre fuera de ella, aunque siempre sería posible que alguno cayese fuera si no se ha demostrado; en matemáticas las afirmaciones sólo se consideran verdaderas cuando pueden ser demostradas. 

Desde Riemann han sido múltiples los intentos por conseguirlo y aunque la gran mayoría de los matemáticos consideran verdadera la “hipótesis de “Riemann” está pendiente de demostración en cuyo caso el afortunado recibiría un premio de un millón de dólares otorgado por el Instituto Clay de Estados Unidos.
En 1866 los ejércitos de Hannover y Prusia se enfrentaron en Gotinga.
 Riemann marchó a Italia huyendo a toda prisa de la refriega. Parece que todo aquello fue excesivo para su frágil constitución y siete años después de su publicación del ensayo sobre los números primos moría a la temprana edad de treinta y nueve años.

Durante la primavera de 1972 ocurrió un hecho fortuito y sorprendente. 
El matemático Hugo Motgómery, especialista en “teoría de números”, estaba de visita en el Instituto para Estudios Avanzados de Princeton, en EE UU. 
Casualmente le fue presentado el conocido físico Freeman Dyson y mientras le comentaba su trabajo le mostró una imagen que representaba la gráfica de la relación de “ceros” extraída del “Paisaje zeta de Riemann”, mientras que le exponía lo que él pensaba que podían significar los intervalos que separaban dichos “ceros”. 

Los ojos de Dyson se iluminaron:”
¡Pero si es el mismo comportamiento de las diferencias entre pares de valores propios de las matrices aleatorias hermitianas!”

Dyson explicó rápidamente a Montgomery que aquellas entidades de nombre esotérico eran utilizadas por los físicos cuánticos para predecir los niveles energéticos en un núcleo pesado cuando es bombardeado con neutrones de baja energía.

Tanto los intervalos entre los “ceros” como entre los “niveles de energía” se sucedían de una manera casi idéntica, cosa que difícilmente podía ocurrir al azar. 

Montgomery no podía creerlo: las configuraciones que aparecían en la distribución de los “ceros” y las que los físicos cuánticos estaban descubriendo en los niveles energéticos de los núcleos de los átomos pesados cuando eran excitados.

 El átomo más que como un sistema planetario se comporta como un “tambor”. 
Las vibraciones que se crean cuando se golpea están compuestas por algunas formas de ondas fundamentales, cada una con su propia frecuencia característica. 

En teoría, existen infinitas frecuencias posibles y, por tanto, el sonido del tambor es una combinación de estas diversas frecuencias.
 La complejidad de las diversas formas de ondas producidas por un tambor explica por qué muchos de los instrumentos de percusión de una orquesta no producen una nota identificable.

En 1920 los físicos comprendieron que las matemáticas que describen las frecuencias del sonido emitido por un tambor, podían usarse también para calcular los niveles energéticos de vibración de los electrones en un átomo.

 Cada átomo de la tabla periódica tiene su propio conjunto de frecuencias en las que prefiere vibrar con sus electrones. Estas frecuencias son las huellas dactilares de los átomos, frecuencias que los físicos utilizan con los espectroscopios para identificar los diferentes átomos.

 La física del átomo se diferencia de la del tambor en que utiliza números imaginarios. 
Y son los números imaginarios los que dan a la física cuántica su carácter probabilístico.

El primer átomo analizado por los físicos cuánticos fue el átomo de hidrógeno.
 Un “átomo de hidrógeno” es un tambor muy sencillo: un electrón que orbita un protón. 

Las ecuaciones que determinan las “frecuencias” o “niveles energéticos” de este electrón y este protón son lo bastante simples como para poder resolverse con exactitud.

 Pero si los físicos tuvieron éxito con el átomo de hidrógeno, en cuanto intentaron continuar con la tabla periódica descubrieron que era prácticamente imposible describirlos de una manera precisa. Cuantos más protones había en el núcleo y más electrones en la corteza más crecían las dificultades. Ante los 92 protones y 146 neutrones que forman el núcleo de un átomo de uranio-238 los físicos estaban completamente perdidos.

El problema más difícil era determinar los niveles energéticos del núcleo excitado. Descifrar la forma del tambor matemático que determinaba estos niveles energéticos del núcleo era demasiado complicado.

Hasta los años cincuenta no se encontró la manera de analizar aquellas estructuras tan complicadas. En lugar de buscar la manera de hallar los valores precisos de cada nivel energético particular, Eugene Wigner y Lev Landau hicieron con los niveles energéticos lo que Gauss había hecho con los números primos. Gauss había desechado su intención de predecir la posición concreta de un número primo en la sucesión, y optó por una estimación de la cantidad de números primos que se encontrarían en promedio a medida que se contaran.

 De la misma manera Wigner y Landau adoptaron este enfoque menos rígido de los niveles energéticos de un átomo. El análisis estadístico revelaría la probabilidad de encontrar, en una pequeña zona del espectro de frecuencias, los niveles energéticos de un núcleo particular.

La intuición de Wigner y Landau daba en la diana.
 Al comparar los valores estadísticos de los niveles energéticos calculados con los niveles energéticos hallados en los experimentos, encontraron una excelente concordancia. 

En particular, al observar los intervalos que separan los niveles energéticos en un núcleo de uranio, parecía que estos niveles energéticos se repelieran tal como ocurría con la distribución de “ceros” en la “recta mágica” de Riemann. 

De ahí la excitación de Freeman Dyson cuando Montgomery le mostró la gráfica y observar en ella la “marca” de la descripción estadística de los niveles energéticos del núcleo.

 


Montgomery había hecho visible aquella extraña configuración en dos áreas de la ciencia que parecía no tener nada que ver. 

La pregunta es, ¿por qué aquellas dos entidades, niveles energéticos y “ceros” de Riemann, tienen algo en común? ¿qué es lo que las relaciona?


Montgomery reconoce que su conversación con Dyson fue probablemente una de las coincidencias más fortuitas de la historia de la ciencia: “Fue pura casualidad que estuviera allí en el momento justo” Nadie habría esperado que la teoría de los números de Riemann y la física cuántica estuvieran tan íntimamente ligadas. 



Resultaba que los “átomos de los números” y los “átomos de la materia” se encontraban sometidos a la misma configuración, a la misma estructura.


 Mientras se efectuaban experimentos para confirmar el modelo de los niveles energéticos en átomos pesados propuesto por Wigner y Landau, Montgomery seguía sin confirmaciones experimentales del hecho de que los puntos al nivel del mar del “paisaje de Riemann”
 se comportaban en la manera en la que él creía que debían hacerlo según la teoría. Nadie había verificado que los “ceros” se repelieran realmente. El problema radicaba en que las regiones del “paisaje de Riemann” en las que es posible que se produjeran estas pautas se encontraban muy lejos del alcance de los cálculos que Montgomery podía efectuar. 

Debíamos trasladarnos a los más remotos rincones del universo numérico.

Igualmente haría falta tiempo antes de que los físicos experimentales construyesen aceleradores de partículas capaces de generar la energía suficiente para confirmar las predicciones teóricas de Wigner y Landau. Montgomery temía que los matemáticos nunca consiguieran calcular números tan grandes como para verificar si los “ceros” en zonas remotas de la “recta crítica” seguían  la pauta prevista.

Pero Montgomery no había tenido en cuenta las grandes capacidades de cálculo de Andrew Odlyzko y del supercomputador Cray que tenía a su disposición en el laboratorio de ATT, en el corazón de Nueva Jersey. 

Odlyzko empezó a salir de caza de los “ceros” hasta más allá de 10 elevado a 12 unidades sobre la “recta mágica de Riemann. La separación entre los “ceros” del paisaje de Riemann con el de los niveles energéticos en los átomos pesados mostraba, efectivamente, cierto parecido entre los mismos, pero la correspondencia aún no era perfecta. Odlyzko hizo un último esfuerzo y decidió llegar hasta 10 elevado a 20 unidades hacia el norte en la “recta mágica de Riemann”.

En 1989 Odlyzco presentó en una gráfica los intervalos que separaban los “ceros” y los puso junto a los valores previstos por Montgomery. Esta vez la correspondencia era asombrosa. Se trataba de la prueba convincente de una nueva propiedad de los “ceros”. 

Desde aquellas distancias siderales los “ceros” enviaban un mensaje muy claro: 
los producía un “tambor matemático” análogo al que producía los niveles energéticos en el núcleo de los átomos excitados.