sábado, 23 de enero de 2016

La niña de la terraza... de Bueyes Perdidos...


Las pocas luces que llegan al corazón de manzana lamen apenas la pequeña terraza, un viento regular arrea manadas de nubes contra un fondo gris de lluvias recientes donde se ocultan las estrellas, el tintineo del hielo en el vaso de dorada bebida la precede. Mira en derredor sonriendo, ensimismada, difícil no mirarla, manos de cocinera, piel de amante, sabor a mujer.

Sin perder la sonrisa se acerca y regala su boca por enésima vez en el día que ya muere. Se apoya al lado, disfrutando la extraña vista de techos vecinos de loza, de chapa, edificios luminosos a la distancia.

Los bueyes perdidos toman la forma de diálogo sin guión, palabras hiladas sin un contexto definido, recuerdos sumamente recientes de fuego y pasión, alternados por sorbos al frío y quemante alcohol. La deja hacer, decir, percibe la profunda tristeza desde que la conoció, esa soledad escondida en un rincón del alma.

Su mirada se pierde, mas allá de sus brillantes ojos, la oscuridad de la noche es el catalizador, tras las caídas barreras internas, socavadas por el licor y de la mano de Él, involuntario lazarillo que la lleva a bucear en su pasado, es el momento de desnudar su alma. 
Se deja llevar a su juventud, su precoz matrimonio, inagotable fuente de privaciones y padecimientos, de violencia, de dolor, la mirada se nubla al igual que el cielo, el regreso a la tierra de su migración, al frío del sur, a sus padres y amigos, el descontrol de una juventud llena de vida, recuperando el tiempo perdido, probando, conociendo, sintiendo.

No se podría fijar el momento exacto en que la mujer que hablaba de si misma dejo de serlo, casi de una manera mágica la pequeña terraza de diluye para dar paso a las calles de unos suburbios capitalinos, en los que una niña vivía, recorría; el ayer se vuelve presente en las palabras, en las anécdotas, en esos ojos perdidos, en las lagrimas que se escapan de ellos. 
La niña llena el lugar, imágenes dormidas y olvidadas golpean sin permiso el ventoso presente, sus palabras ya no salen de su boca, salen de su olvidado pasado, de repente la madre, la mujer, se encuentra con la niña que ha sido, que ha olvidado.

Inconciente a sus propias lagrimas, libera con fluidez anécdotas y recuerdos de una niñez perdida en un rincón de si misma, una niñez que indudablemente contribuyo a dar forma a quien es hoy, a sus fortalezas y temores, a sus actitudes y a ese perenne hambre de amor que la acompaña, esa búsqueda de afecto y calor, esa necesidad de amar y ser amada.

Despacio y sorprendida vuelve al escenario actual de una noche tormentosa, ya no es la misma ni lo será, lo que ninguna terapia pudo lograr lo encontró en el marco de una charla de dos, sonríe con profundidad, gira y se dirige a las escaleras con una muda invitación, pero no baja sola, baja de la mano de la niña de la terraza, mano que ya nunca volverá a soltar.

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