Pero el espejo enmascara su quebranto.
Extiende abrazos transparentes, carmín en la lividez de sus labios y rubor a su desgarro; regala a sus pupilas un cielo que despierta en azules y un collar de brillos hilvanados con rayos de lunas en desvelos.
Una ventana se refleja en el cristal
y traspasan soles, amaneceres
y verdores.
Y ella, niña apagada, desnuda de sonrisas, gira su rostro hacia
la noche, resistiéndose a descubrir mañanas.
Se encarcela. Enmudece. Enceguece.
El espejo apaga su brillo, desgasta su luz, se opaca, se quiebra
y la imagen se multiplica.
Se hace infinita su tristeza.
Los estaciones se consumen y desesperan las hojas del calendario.
También en ellas se desvanece el alba.
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