La ciencia tiene dos caras.
Por un lado, el científico debe ser escéptico; esto es, debe exigir evidencias
de las afirmaciones.
Por otro lado, también tiene que tener mente abierta;
o sea, estar abierto ante nuevas ideas y no quedar demasiado anclado
en las ideas clásicas.
Pero es que encontrar un punto medio es muy difícil.
Podríamos decir que somos prudentes y por ello no podemos criticar ningún esotérico-taorod-homeópata, o denunciar que lo que se salga mínimamente del paradigma establecido es totalmente falso.
En estas cosas, y en otras, Carl Sagan era un auténtico maestro.
Veamos qué nos tenía que decir de este tema.
Lo que leerán a continuación está extraído de “El mundo y sus demonios”,
de recomendada lectura para este verano.
A mediados de la década de los setenta, un astrónomo al que admiro redactó un modesto manifiesto llamado «Objeciones a la astrología».
Criticaba la astrología porque sus orígenes estaban envueltos
en la superstición.
Pero eso también ocurre con la religión, la química, la medicina
y la astronomía, por mencionar sólo cuatro temas.
Lo importante no es el origen vacilante y rudimentario del conocimiento
de la astrología, sino su validez presente.
Había también especulaciones sobre las motivaciones psicológicas
de los que creen en la astrología.
Esas motivaciones —por ejemplo, la sensación de impotencia en un mundo complejo, perturbador e impredecible— podrían explicar por qué la astrología no recibe generalmente el escrutinio escéptico que merece,
pero no afecta para nada al aspecto de si funciona o no.
La declaración subrayaba que no se nos ocurre ningún mecanismo mediante
el cual pueda funcionar la astrología.
Es ciertamente un punto relevante, pero poco convincente por sí mismo.
No se conocía ningún mecanismo para la deriva continental (ahora integrada en la tectónica de placas) cuando Alfred Wegener la propuso en el primer cuarto del siglo XX para explicar una serie de datos confusos en geología
y paleontología.
(Las vetas de rocas que contienen mineral y los fósiles parecían ir de manera continua desde la parte oriental de Sudamérica hasta el oeste de África:
¿eran contiguos los dos continentes y el océano Atlántico es nuevo
en nuestro planeta?)
La idea fue rechazada rotundamente por todos los grandes geofísicos,
que estaban seguros de que los continentes estaban fijos, que no flotaban sobre nada y que, por tanto, era imposible que «derivaran».
En cambio, la idea clave de la geofísica en el siglo XX resulta ser la tectónica de placas; ahora entendemos que las placas continentales flotan realmente
y «derivan» (o mejor, son llevadas por una especie de cinta transportadora dirigida por el gran motor de calor del interior de la Tierra) y que aquellos grandes geofísicos, simplemente, estaban equivocados.
Las objeciones a la pseudociencia basadas en un mecanismo del
que no disponemos pueden ser erróneas… aunque si las opiniones violan leyes de física bien establecidas, las objeciones tienen un gran peso.
En unas cuantas frases se puede formular un buen número de críticas válidas de la astrología: por ejemplo, su aceptación de la precesión
de los equinoccios al anunciar una «era de Acuario» y su rechazo
de la precesión de equinoccios al hacer horóscopos; su ignorancia
de la refracción atmosférica; su lista de objetos supuestamente celestiales que se limita principalmente a objetos conocidos por Tolomeo en el siglo II
e ignora una enorme variedad de nuevos objetos astronómicos descubiertos desde entonces (¿dónde está la astrología de asteroides cercanos
a la Tierra?); la incoherente demanda de información detallada
sobre el momento del nacimiento en comparación con la latitud y longitud
de nacimiento; la imposibilidad de la astrología de pasar el test
de los gemelos idénticos; las importantes diferencias en horóscopos
hechos a partir de la misma información de nacimiento por diferentes astrólogos, y la ausencia demostrada de correlación entre los horóscopos
y los tests psicológicos.
Yo habría firmado encantado una declaración que describiera y refutara los dogmas principales de la fe en la astrología.
Una declaración así habría sido mucho más persuasiva que la que realmente se publicó y circuló.
Pero la astrología, que lleva cuatro mil años o más con nosotros,
parece hoy más popular que nunca.
Al menos un cuarto de todos los estadounidenses, según las encuestas
de opinión, «creen» en la astrología.
Un tercio cree que la astrología de signos del sol es «científica».
La fracción de niños escolares que cree en la astrología aumentó del cuarenta al cincuenta y nueve por ciento entre 1978 y 1984.
Quizá haya diez veces más astrólogos que astrónomos en Estados Unidos.
En Francia hay más astrólogos que curas católicos romanos.
El rechazo envarado de un coro de científicos no establece contacto
con las necesidades sociales que la astrología —por muy inválida que sea— afronta y la ciencia no.
En el corazón de la ciencia hay un equilibrio esencial entre dos actitudes aparentemente contradictorias: una apertura a nuevas ideas, por muy extrañas y contrarias a la intuición que sean, y el examen escéptico más implacable de todas las ideas, viejas y nuevas.
Así es como se avenían las verdades profundas de las grandes tonterías.
La empresa colectiva del pensamiento creativo y el pensamiento escéptico, unidos en la tarea, mantienen el tema en el buen camino.
Esas dos actitudes aparentemente contradictorias, sin embargo, están sometidas a cierta tensión.
Si uno es sólo escéptico, las nuevas ideas no le llegarán.
Nunca aprenderá nada.
Se convertirá en un misántropo excéntrico convencido de que el mundo está gobernado por la tontería.
(Desde luego, hay muchos datos que avalan esta opinión.)
Como los grandes descubrimientos en los límites de la ciencia son raros, la experiencia tenderá a confirmar su malhumor.
Pero de vez en cuando aparece una nueva idea, válida y maravillosa, que parece dar en el clavo.
Si uno es demasiado decidido e implacablemente escéptico, se perderá (o tomará a mal) los descubrimientos transformadores de la ciencia y entorpecerá de todos modos la comprensión y el progreso.
El mero escepticismo no basta.
Al mismo tiempo, la ciencia requiere el escepticismo más vigoroso
e implacable porque la gran mayoría de las ideas son simplemente erróneas,
y la única manera de separar el trigo de la paja es a través del experimento
y el análisis crítico.
Si uno está abierto hasta el punto de la credulidad y no tiene ni un gramo
de sentido escéptico dentro, no puede distinguir las ideas prometedoras de las que no tienen valor.
Aceptar sin crítica toda noción, idea e hipótesis equivale a no saber nada.
Las ideas se contradicen una a otra; sólo mediante el escrutinio escéptico podemos decidir entre ellas. Realmente, hay ideas mejores que otras.
La mezcla juiciosa de esos dos modos de pensamiento es central para el éxito de la ciencia.
Los buenos científicos hacen ambas cosas.
Por su parte, hablando entre ellos, desmenuzan muchas ideas nuevas
y las critican sistemáticamente.
La mayoría de las ideas nunca llegan al mundo exterior.
Sólo las que pasan una rigurosa filtración llegan al resto de la comunidad científica para ser sometidas a crítica.
Debido a esta autocrítica y crítica mutua tenaz, y a la confianza apropiada en el experimento como arbitro entre hipótesis en conflicto, muchos científicos tienden a mostrar desconfianza a la hora de describir su propio asombro ante la aparición de una gran hipótesis.
Es una lástima, porque esos raros momentos de exultación humanizan y hacen menos misterioso el comportamiento científico.
Nadie puede ser totalmente abierto o completamente escéptico.
Todos debemos trazar la línea en alguna parte.
Un antiguo proverbio chino advierte: «Es mejor ser demasiado crédulo que demasiado escéptico», pero eso viene de una sociedad extremadamente conservadora en la que se primaba mucho más la estabilidad que la libertad
y en la que los gobernantes tenían un poderoso interés personal en no ser desafiados.
Creo que la mayoría de los científicos dirían: «Es mejor ser demasiado escépticos que demasiado crédulos.»
Pero ninguno de los dos caminos es fácil.
El escepticismo responsable, minucioso y riguroso requiere un hábito
de pensamiento cuyo dominio exige práctica y preparación.
La credulidad —creo que aquí es mejor la palabra «apertura mental»
o «asombro»— tampoco llega fácilmente.
Si realmente queremos estar abiertos a ideas antiintuitivas en física, organización social o cualquier otra cosa, debemos entenderlas.
No tiene ningún valor estar abierto a una proposición que no entendemos.
Tanto el escepticismo como el asombro son habilidades que requieren atención y práctica.
Su armonioso matrimonio dentro de la mente de todo escolar debería ser un objetivo principal de la educación pública.
Me encantaría ver una felicidad tal retratada en los medios de comunicación, especialmente la televisión: una comunidad de gente que aplicara realmente la mezcla de ambos casos —llenos de asombro, generosamente abiertos
a toda idea sin rechazar nada si no es por una buena razón pero, al mismo tiempo, y como algo innato, exigiendo niveles estrictos de prueba—
y aplicara los estándares al menos con tanto rigor hacia lo que les gusta como a lo que se sienten tentados a rechazar.
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