domingo, 1 de abril de 2012

Héroes reales... Jorge Andreeta - MALVINAS

En pocas líneas quiero agradecer a un AMIGO
el cual desde sus 18 años fue puesto a defender una gesta plasmada
 en papel y lápiz por aquellos que quedaron
 muy lejos del teatro de operaciones entre notas y discursos.

Y así solamente con el deber de cumplir órdenes 
no muy claras enfrentó a balas reales enemigos reales 
y una MUERTE que caminaba junto a ellos.

Pero... la Vida es así... volvió, con su propia historia, con sus silencios, 
sus llagas, sus enojos, su no entender...

Volver a empezar... con un rechazo de aquellos que enarbolaron
 sus uniformes en la oficialidad...
 Tratados como humillantes perdedores de una gesta utópica.

Regresando entre sombras y penumbras...
escondidos al pueblo que rezó e hizo por ellos...

Hoy... Jorge al verte abrazar nuestra bandera con el orgullo
 de ser parte de su historia...
Simplemente desde lo más humilde te digo GRACIAS...

Gracias por ser parte de nuestros HÉROES que hacen e hicieron nuestra PATRIA GRANDE...

Y por ser AMIGO tuyo... un enorme orgullo

Jorge Andreeta

Su historia en Malvinas

Famélico y bajo los insultos y castigos de los suboficiales que habían reprimido a la guerrilla en Tucumán, Jorge sobrevivió por milagro al sangriento combate de Monte Longdon. 
Su boca apenas se abre, y la voz suave es más congruente con su cuerpo enjuto que con la tremenda historia que cuenta: en 1981, el quilmeño Jorge Andreeta hizo la colimba en la compañía 3 del Regimiento 7, en La Plata. ¿Los instructores? Un grupo de suboficiales que venían de hacer la “campaña antiguerrillera” en Tucumán. 
¿Sus técnicas? Baile y baile, “manija y manija”: maltrato permanente. “Nos ponían el fusil en la mandíbula y nos hacían gritar ‘soy un subversivo’. Aquellos castigos funcionarían como un presagio.
Llegaron a Malvinas el 12 de abril. Caminaron hasta Monte Longdon, y a los pocos días iniciaron el combate contra el peor enemigo: el hambre.
“Ibamos a Puerto Argentino a buscar comida –entre ida y vuelta 30 kilómetros, a pie– y nos daban un caldo cada dos días. Eso al principio”.
 ¿Y después? “Nada”. Salían a buscar lo que pudieran; raciones sueltas, 
algún animal. “Si te veían, te estaqueaban”, recuerda Jorge. 
Y ofrece detalles de humor negro. “Un día nos llevaron al hospital, 
nos bañamos y nos pusieron una película: era una de terror”.
En esa pesadilla, los bombardeos ingleses eran lo de menos.
 Los soldados ni siquiera sabían que los británicos habían desembarcado, cuando la noche del 11 de junio llegó con un ataque violentísimo. 
“De golpe los teníamos encima. Corrí a buscar mi fusil; una bomba voló mi posición entera y me dejó tirado. Salí como pude: enemigos por todos lados. Quedé solo, en medio del fuego cruzado, con balas trazantes –luminosas– que me pasaban a ambos lados, por encima.
Empecé a caminar hacia el lado argentino, unos 200 metros, rezándole 
a la Virgen. Y las balas no me tocaron”, cuenta Jorge, y sus manos empiezan a temblar. “Me tiré en ese agujero, y cuando mataron a un soldado agarré
su FAL y empecé a disparar. 
Logramos aguantar bastante”. 
Aquella noche infernal, su compañía tuvo media centena de muertos. 
Junto a dos soldados se replegó para buscar comida, y cuando rompió el día se acovachó en un pozo. Lo encontraron los ingleses que limpiaban el terreno de batalla. Se rindió. Junto a otros pocos sobrevivientes lo hicieron caminar hasta una piedra que parecía un paredón. 
Con el alma en las manos, esperó lo peor. Pero el jefe enemigo les guiñó 
un ojo. “Ahí terminó la guerra para mí”, suelta Jorge, junto a un suspiro.
Unos días después lo embarcaron en el Canberra. 
Y entonces, otro sinsentido: le curaron las llagas y la diarrea; 
lo alimentaron bien, le dieron cigarrillos, baños de inmersión. 
“Nos dejaron en Puerto Madryn, donde la gente nos dio un recibimiento inolvidable.” Sus jefes le hicieron preguntas sobre la guerra. 
Y en La Plata lo siguieron maltratando hasta su baja.
Inició su nueva vida. El regreso a su trabajo como repartidor de libros fue fallido, y tuvo varios fracasos laborales. En 2007 se mudó a San Pedro, un lugar que lo había fascinado. 
Lo mejor: su encuentro con Norma y el regalo de sus hijos, Cristian y Luján. A Jorge no le interesa conocer detalles de los combates; el espanto que le tocó vivir hasta le hizo olvidar sus propias vivencias. 
Nunca habló sobre la guerra. Con nadie. Hasta que un día fue al cine con su hijo. ¿La película? Iluminados por el fuego, un relato escalofriante sobre los abusos contra los soldados en Malvinas. “Ahí estallé. 
Empecé a contarle todo a Cristian, en medio del cine. 
Hablaba y lloraba. 
No podía parar”, dice. Y llora. 
Y ahora sí, puede parar.

Una historia de un amigo, 
que siempre contaré con orgullo... Gustavo