Y entonces comenzaron a pelearse, a pelearse en serio.
Con furia y una energía inusitada, verbal y física.
Por cualquier cosa, sobre todo por fútbol y por política y por trivialidades.
Y todo se fue pudriendo de a poco. Y las peleas se transformaron en guerras,
grandes guerras, atómicas guerras.
Las ciudades languidecieron, la cultura se resquebrajó, las familias se desintegraron.
Al cabo de un par de meses, fueron pocos los que quedaron en pie.
Estos pocos, sin embargo, continuaban inmersos en sus proyectos de odio.
Seguían odiándose entre sí, seguían queriendo devorar crudo el corazón de sus semejantes. Hasta que, finalmente, solo quedó el último ser Humano vivo del mundo.
Era un Hombra. Acababa de asesinar a otra mujer que buscaba comida entre los escombros. Una extraña paz pareció dominarlo de pronto.
Se sentó en una piedra irregular, parte de un edificio destruido, al lado del cadáver del penúltimo ser Humano. Y entonces unas luces coronaron el cielo, tan gris de tanta muerte. Ella miró sin sorpresa: estaba vacía. Y las luces descendieron.
Y se posaron en el suelo sucio. Y de las luces salieron otras luces.
Y esas luces hablaron:
—Finalmente, está hecho. Teníamos razón: lo único que hacía falta era jugar con sus odios y miedos. La mejor arma de destrucción masiva es el alma Humana…
El Hombre escuchó, pero no lloró ni rió.
—Finalmente, está hecho. Teníamos razón: lo único que hacía falta era jugar con sus odios y miedos. La mejor arma de destrucción masiva es el alma Humana…
El Hombre escuchó, pero no lloró ni rió.
Luego, se pegó un tiro.
Y los nuevos amos de la Tierra comenzaron a limpiarla… Breves no tan breves.
Y los nuevos amos de la Tierra comenzaron a limpiarla… Breves no tan breves.