“¡Qué lindo!, ¿no?”, exclamaba el tío Puchi, mientras iba contando los tiempos de antes, cuando ni siquiera estaba el camino sino que había que llegar por un sendero de carros por el que rara vez se animaba un auto.
“En invierno íbamos a la casa de los San Román a jugar al truco todas las noches y la hermana nos servía ginebra y nosotros estábamos todos enamorados de ella”, decía el tío y ya nos preparábamos, porque después largaba lo que para entonces ya era un canto de guerra en la primera radio
de frecuencia modulada del pueblo: “¡qué lindo!, ¿no?”
Para peor, los viejos le comenzaron a decir que hablaba muy bien, que la gente hacía rueda en la casa, para recordar ese tiempo junto al receptor y que nunca habían oído a nadie con su voz, todo cierto, menos la parte de que hablaba bien, porque el viejo no había pasado tercer grado reforzado de antes, que sería muy bueno para cubicar, como decían las maestras de ese tiempo, pero siempre fue insuficiente para corregir errores del lenguaje:
cada tres palabras largaba un dequeísmo, pero como además era el dueño del almacén de ramos generales “La Negrita” en el que fiaba todo el mundo, quién lo iba a corregir, oiga.
Una noche, en medio de lo que estaba, lo hablaron de San Cristóbal para decirle que había muerto uno.
Para peor pariente lejano de él. Empezó a describir el velorio:
“A esta hora deben estar llegando los parientes a dar el pésame.
Más tarde alguno le va a ayudar a los hijos del finado a carnear dos o tres cabritos y capaz que hasta algún ternero, para dar de comer a tanta gente” y se iba engranando con la descripción.
“A la una de la mañana ya se va a sentir el olor a asado , van a llevar vino, van a contar cuentos”.
Y todo el pueblo expectante de sus palabras.
Si hubiera sido la tele habría tenido un rating altísimo.
Hasta que al final, en medio del jolgorio del velorio aquel, parrillas humeantes, contadores de chistes, lloronas dando alaridos, viejas tiñendo de luto la ropa en un fuentón grande, reventó la carcajada en todo el pueblo.
Se debe haber oído hasta aquí.
Tío Puchi había largado su “¡qué lindo!, ¿no?”