lunes, 7 de abril de 2008

Tan sólo pudo decir una cosa...

Fede miraba fijamente a través de la ventana, en su mano esa mágica lupa, con la cual escudriñaba lo de afuera. Estaba lloviendo a mares. A él no le gustaba las tardes de invierno en las que la lluvia y el frío son sus principales protagonistas. Normalmente, se arrodillaba en el suelo y se tiraba horas pensando en el fastidio que suponía esa tarde. No podía ir al parque, ni salir con su perro ni ir a casa de sus amigos pues vivían bastante alejados.
Pero esa tarde fue diferente. Fede observaba como las gotas de lluvia se pegaban en su cristal y se peleaban por ver quién llegaba antes al saliente de la ventana. Esa carrera de gotas de agua le recordaba las carreras con sus amigos. ¡Siempre estaban corriendo! A veces hacían carreras de carretilla, y a él siempre le tocaba ser la carretilla. ¡Terminaba con las manos destrozadas! Pero merecían la pena esas pequeñas heridas. Hacían carreras de todos los tipos. A veces, se iban a casa de José el carpintero y asustaban a su perro Sultán. Éste tenía “muy malas pulgas” y ladraba, enseñaba los colmillos en señal de defensa y lo que más les gustaba a Fede y sus amigos era que Sultán siempre salí detrás de ellos corriendo. A ellos no les daba miedo que pudiera morderles. Habían escuchado muchas veces lo de “perro ladrador poco mordedor”. Y aunque sabían que no debían generalizar, también sabían que ese refrán le venía perfecto a Sultán.
Y seguía recordando todos esos juegos con sus amigos en las tardes de sol. También recordó las travesuras en clase, las fechorías en las casas, etc. Aunque Fede era demasiado pequeño para comprender el significado de la palabra melancolía (tan sólo tenía 8 años), recordó todas esas cosas con auténtica melancolía.
A la mañana siguiente, Fede se marcharía de su pueblo para ir a la ciudad, porque a su padre le habían trasladado en el trabajo. Él no quería irse. En ese pueblo estaba su escuela, sus amigos, sus vecinas, sus juegos, Sultán, su vida… Y estaba ella…
Ella se llamaba Elena. Le gustaba todo de ella. Su pelo castaño, sus grandes pestañas, los vestidos que se ponía, su sonrisa… ¡Hasta esa mochila rosa que todo el mundo decía que muy fea! A él le parecía muy bonita por el simple hecho de que era de Elena. Cuando ella faltaba a clase, Fede se ponía triste y sólo miraba el reloj deseando salir para poder llamarla y ver qué le había pasado. Con tan sólo ocho años, Fede vivió su primer gran amor.
Y a la vez su primer gran desamor, pues a la mañana siguiente se marcharía para no volver a verla. Su padre no le entendía, y no le hacía caso cuando le suplicaba una y otra vez que se quedaran en el pueblo.
Fede pensaba que todas las personas mayores eran unos egoístas y que a ninguno les importaba lo que pensaran los niños.
Y ahí seguía, mirando las gotas caer, deseando que todo fuera una pesadilla. Lloró mucho esa noche. Sobre todo por Elena. Pero, ¿de qué servía llorar? Eso no cambiaría nada.
A la mañana siguiente se tuvo que levantar a las 7 de la mañana porque su padre quería llegar con luz a la ciudad.
Cuando llegaron a la ciudad, Fede lo odiaba todo. No le gustaba nada. Pensaba que había demasiada gente, demasiados coches, demasiados ruidos, pocos sitios para correr…
Tardaron media hora más en llegar a su nueva casa. Mientras subían las escaleras, una niña bajaba. Era preciosa. Tenía el pelo rizado y negro. Llevaba unos vaqueros y una camiseta rosa. Miró a Fede. Se sonrojó y rió.
Fede tan sólo pudo decir una cosa…

-Me empieza a gustar más la ciudad.

Adolfocanals@educ.ar

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