lunes, 12 de mayo de 2008

Esas agujas.



Durante el día las agujas del reloj le causaban una impresión desmedida.

Siempre las veía como una gran amenaza con puntas. Y por las noches construía tremendas pesadillas con agujas gigantes que caminaban persiguiéndola por escaleras y pasillos de una casa llena de laberintos.

Las horas previas al sueño eran un manojo de pensamientos enredados, así se iba a dormir-. Lo de dormir era una manera de decir, en realidad se iba a padecer las horas que quedaban entre que ella cerraba la puerta de esa habitación y el sueño que por suerte llegaba al cabo de un tiempo de martirio.

Unos minutos duraba la felicidad, unos pocos y hambrientos minutos duraba el placer de tocar el cielo con las manos mientras acariciaba la almohada buscando paz, esa bendita paz.

Lo que llegaba luego, siempre era lo mismo.

Ejércitos de agujas, todas paradas esperando el comienzo del desfile, todas alistadas y prestas a comenzar con una marcha nocturna más por esos pasillos furibundos, que olían a mueble viejo y a nidos de cucarachas.
Ella no podía con aquello, ya no le quedaban fuerzas, sin embargo noche tras noche se repetía el mismo ritual y no podía decir que no.

Ella tenía naturaleza de aguja de reloj.
Cuando escuchaba el rumor de pasos en la puerta, cuando sus respiraciones de metal se volvían un estruendo, cuando sus ojos impacientes comenzaban a atravesar la cerradura de la puerta y sus corazones de compás marcado la llamaban a los gritos demoliendo paredes, ella saltaba de la cama y se dirigía a la multitud de agujas infernales que la tenían domesticada.

Con sus manos de sábana tibia, le daba cuerda a todos los relojes detenidos en las esquinas de su vida y comenzaba el despliegue de aquél ejército insobornable.
Marchaban con frenética energía con sus pies de yeso, golpeaban hasta el paroxismo sus sienes afiebradas y cuando se daban cuenta que la mañana estaba por llegar, se detenían de golpe, sin que les importe nada y cruzadas de brazo, se silenciaban todas al mismo tiempo, se miraban en ruinas, contemplaban el desastre cometido y se metían corriendo en sus caparazones huecos, en sus estómagos de lata, en esas frías bóvedas donde habían aprendido a dividir el tiempo, para empezar otra vez con sus rutinas cotidianas de marcadoras oficiales de las horas por vivir.

Ella abría los ojos magullados, todavía apretados de tanto soportar aquella danza febril, miraba la hora y se refregaba esos ojos agotados, por debajo de su camisón, asomaban dos agujas que aún temblaban, dos temerosas y erráticas agujas, que sabían su eterna condena de vivir sin descanso.

Adolfocanals@educ.ar

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