lunes, 12 de mayo de 2008

Su presente de Okupa.


Llevaba tiempos inmemoriales paseando su eternidad por la casona de la esquina, se le habían hecho piel unas paredes corroídas por el tiempo, se le habían hecho rasgos definidos las manchas de humedad, los vidrios sucios en los ojos, las cortinas cargadas de polvo lo vestían.

Esa casona ubicada en el medio de un barrio hecho a nuevo, fue quedando descolgada arquitectónicamente con las construcciones vecinas, se fue notando su vejez, su necesidad de desmoronamiento, sus ventanales altos sobresalían de todas partes, parecía un gigante dormido de pie, entre casitas de liliputienses recién pintadas.

Pero de dormida no tenía nada, por el contrario, en su abandono, nadie podía habitarla porque se la presentía viva.
Todos intuían las razones por las cuales la casona nunca se vendía, por mas que llevaba años con el cartel de venta colgado en la puerta, era de conocimiento casi público que allí nadie soportaba un par de horas, todos comentaban en el mercado, por las veredas del barrio, en los negocios cercanos, que adentro vivía un ser extraño, fantasmal y nadie se atrevía a enfrentarlo.

Ella que estaba atenta a todo escuchó las conjeturas que se hacían sobre la casona y sonrió internamente.

El fantasma se dejaba ver tras los cristales a modo de regalo cuando alguien posaba para alguna foto con la casona detrás, o cuando se le daba por abrir y cerrar los ventanales todos al mismo tiempo para divertirse un rato, también se le conocía un sonido agudo, generalmente en los días festivos, cuando todos estaban reunidos por algo y él estaba solo, aullaba una melodía ronca y muy triste que ponía a los perros del barrio a ladrar como condenados mirando en dirección al centro del barrio.

Estaba tan solo, se le demoraba tanto esta muerte, que los días parecían estar amordazados y las noches...¡Oh las noches! Se lo pasaba deambulando, haciendo ruidos, cambiando cuadros de lugar, dejando rastros, sin salir siquiera de aquellas paredes que lo tenían tragado, como se traga a un llanto.

Estaba cosiendo y descosiendo horas para no perder la costumbre cuando sintió un ruido que lo hizo saltar sobre los hilos y ponerse de pie de un salto. El vacío muerto que el ocupaba el pecho, ese lugar donde alguna vez había habido un corazón, de pronto se vio alterado como en otras épocas, cuando vio pasar por delante suyo a una mujer de ojos negros como la oscuridad de aquél cuarto. La chica llevaba los ojos abiertos como linternas y con las manos iba tanteando a ciegas entre las penumbras los muebles tapados con lienzos, hasta llegar a una ventana y correr una cortina para dejar entrar algo de luz.

Es perfecto -pensó-. Esto me viene perfecto, de acá no me voy por mas fantasma que haya.

Y se puso a revolver sus escasas pertenencias, dio vuelta su bolso buscando un encendedor y cayeron unos pocos billetes, su indocumentación, su presente de okupa, sus rasgos aindiados, sus manos de arena, sus huesos cansados se quedaron allí apoyados sobre una mesa tan larga como su ilusión, mezclada con una pena errante que la seguía donde ella fuera.

El fantasma la miraba de lejos, de cerca, se le ponía delante, le bailaba sobre la cabeza, pero ella ni se inmutaba, hasta que en medio de una de esas danzas maliciosas que él hacía para asustarla y que huyera, ella le pegó un manotazo, lo tomó por el cuello de la camisa y lo acercó mucho a sus labios. El fantasma tembló como una flor frente a esa boca caliente y viva y se le derritieron los ojos como velas encendidas y los vacíos de los que estaba hecho se fueron llenando.
Ella lo soltó despacito al ver que él temblaba, lo miró con esos ojos de chocolate tierno que tenía y le advirtió que nunca mas se iría de allí, que él tampoco dejaría de morar en la casona, ni de hacer escándalos y que entre los dos podían compartir ese techo.
No era una pregunta, era una afirmación.

Tal era la determinación de aquella mujer, tal la desición, que el fantasma se resignó a la invasión por todos lados, porque no sólo se metió en su casa, en su cama, en su cuarto, entre los cuadros, corriendo cortinas, acomodando sillas, limpiando cristales, descolgando fotos viejas que los miraban raro, sino que también se le metió bajo la piel de sábana que él tenía y lo fue enamorando.

Y cuando los dos se dieron cuenta de lo que sucedía entre ambos, planearon ya jamás estarse a salvo, inventaron momentos, hicieron magia de colores, naufragaron todos los tiempos y se aquerenciaron.

Para espantar a los curiosos ellos utilizan varias tapas de cacerolas que dejan colgar del techo, para que se choquen entre si las noches cálidas de verano que es cuando abren todas sus ventanas y el aire del río juega por dentro y los envuelve pegándoles en la piel florcitas secas que vienen volando.

Adolfocanals@educ.ar

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