lunes, 8 de septiembre de 2008

Quizá la próxima ...



Humedad...
Llovizna y frío...
Mi aliento empaña el
vidrio azul del viejo bar.
No me pregunten si hace mucho que la espero:
un café que ya está frío y hace varios ceniceros.
Aunque sé que nunca llega
siempre que llueve voy corriendo hasta el café,
y sólo cuento con la compañía de un gato
que al cordón de mi zapato lo destroza con placer.

(-Cacho Castaña-)


Lo supo de entrada, desde el minuto antes de verla, que allí en ese instante impar, en ese hueco detenido de tiempo, comenzaba un viaje cuyo paraje final desconocía. En ese espacio que llenó con la mirada extraviada, paseándola distraído por vidrieras estrafalarias, mareándose con colores y muchachas alegres, supo que de un momento a otro, todo lo que allí parecía moverse, se detendría.
Y sucedería ... ella.

Se lo decía su instinto revolcándose en el estómago.

Fue cuando
el tipo
que aporreaba
el piano del bar
hizo
un
silencio

Fue allí,
que al verla
a él le pareció
ideal, para sus brazos.


Ese momento que se volvió todo rojo como el vestido que ella lucía, lo sintió después todos los días que siguieron.
Cada vez que la pensaba, cada vez que su recuerdo se le montaba sobre la nariz y lo obligaba a mirar delirios horas enteras. Lo sufría con intensidad, cada vez que ella se volvía manifestación de emociones en su cuerpo.
Él veía todo rojo.
Había leído en un pasquín que eso le sucedía a los violentos en su peor momento y secretamente lo abrumaba un temor extremo, pero no podía controlar lo del color. Simplemente en ocasiones su vida tornaba al rojo. Era cuando ella se le subía al corazón en sueños, con su boca de fresa lo mordía despacito hasta dejarlo sin aire y casi cuando estaba a punto de morir ahogado, un suspiro le partía el pecho y lo despertaba para estrellarlo contra un mundo nublado.

Nadie entendía sus desvaríos, sus confusiones, su transformación.
Había dejado de ser el que era, para ser un astronauta sin cielo, un navegante de veredas secas, un perpetuo solitario en un bar de mala muerte, un bar que se perdía en los arrabales donde la ciudad se mete en el río.
Lo notaban raro, como buscando algo en el aire. Nadie sabía que él vivía con la secreta esperanza de ver a su mujer de rojo, otra vez cruzar de este a oeste su mirada trémula.

Está de mas decir que eso no sucedía, que noche tras noche sus esperas eran vanas.
Esas cosas suceden nada mas que en las películas de los domingos por la tarde.
En la vida de los viernes, de los martes, de los días interminablemente grises, pasa lo contrario.
El rojo es una ilusión y sucede la siniestra espera. Sobrevienen las mesas vacías y la puerta se abre una y otra vez para dejar pasar nada mas que sombras.
Todo eso pensaba mientras se le iba apagando la esperanza.

Entonces cuando era una farola rota, recuperaba la cordura de esa noche, pagaba sus tragos y se volvía caminando lento como desandando un recuerdo. Se alejaba pensando que tal vez el techo piadoso de su casa (donde la tiene dibujada de memoria) se la dejara ver un rato. Al fin y al cabo allí la encuentra sin necesidad de lucecitas de escena, la tiene presa de por vida o al menos hasta que el color de su vestido se destiña por la acción del tiempo o la humedad desvanezca su deseo púrpura.

O tal vez hasta la noche siguiente, cuando su esperanza terca lo lleve con el corazón atolondrado, a trepar otra vez las calles que lo dejan en el bar que huele a barcos abandonados.

A ver si esta vez la suerte que es canalla lo mira directo a los ojos y está de su lado.
adolfocanals@educ.ar

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