Pensó que necesitaba sentarse un rato a oscuras para mirar al pasado, al futuro y, por qué no, al presente. El pasado le producía angustia, rabia y dolor.
El futuro aparecía envuelto en una densa niebla que no permitía distinguir la más leve silueta. El presente... ¿existía realmente el presente?
Cansado de ver siempre lo mismo en sus reflexiones, dejó vagar su mente.
De pronto, se encontró sentado en medio de una nada ornamentada con un precioso paisaje. Mazisos grises, que se adentraban en el mar en forma de rocas poderosas contra las que rompían las olas dejando burbujeantes rastros de espuma blanca.
Allí, recostado contra el respaldo de un trono totalmente fuera de lugar,
se sentía el rey de su vida, el Dios del vacío.
Se encontraba tan bien, sentía tanta paz, que deseó quedarse por siempre. Deseó estar allí sentado, no volver nunca a la realidad que le aguardaba tras sus párpados cerrados.
Pero entonces sonó el teléfono y, sin abrir los ojos, lo acercó a su oído.
La voz que sonaba al otro lado le hizo volver en sí. Le recordó que existía una vida más allá de las brumas. Y, aunque él era incapaz de distinguirla, decidió creerla de nuevo.
Durante unos días, quién sabe cuántos serían esta vez, intentaría descubrir paisajes allí donde sólo veía negro asfalto.
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