Tan solo esa pequeña fracción de tiempo le llevó a Carmelo cambiar
su vida para siempre.
Era una de esas noches sin luna, lúgubres como pasillo de cementerio.
En el horizonte, comenzaban a apiñarse las primeras nubes,
como presagiando la tormenta.
La fría brisa otoñal, surcaba el aire y soplaba desafiante haciendo caer
las pocas hojas amarillentas que aún quedaban en los árboles.
A pesar de venir bien abrigado con aquel gabán gris, comprado hacía
ya 2 años en un penoso puesto de “La Salada”;
sentía congelada la piel de la cara y no paraba de exhalar
un denso humo blanquecino por la boca.
Por más que quisiera, no podía sacar las manos de los bolsillos;
por el frío y por que el tacto permanente sobre el arma que llevaba,
le daba una mayor sensación de seguridad.
A paso firme, continuó caminando decidido hacia la marquesina iluminada
que destacaba entre tanta penumbra; la luz anaranjada teñía la escena
de un surrealismo digno de una película de terror de bajo presupuesto.
Cada tanto tenía que bajarse a la calle, para esquivar a algún que otro linyera, que desplegando su arsenal de pertenencias, ocupaba toda la vereda con un improvisado dormitorio al aire libre.
Ni hablar de las inmundicias de perros y gatos que decoraban el ambiente
con su fétido perfume.
A lo lejos se oía el eco del repiqueteo de campanas proveniente de la iglesia del Tránsito, a casi 5 cuadras de donde se encontraba.
Contó doce campanadas; la hora era exacta.
Apuró el paso sin sacar la vista del cartel que anunciaba, tras un gran logo de la marca de gaseosa de turno, el nombre del bar en el que la encontraría.
No estaba muy de acuerdo en hacer lo que se proponía en un lugar tan expuesto; pero para su tranquilidad a esas horas era poco frecuente encontrar ese tugurio con más de tres mesas ocupadas.
Al llegar a la puerta del local, inspiró un par de bocanadas de aire,
más para despabilarse y darse ánimos que para oxigenar sus pulmones.
Empujó con decisión la puerta vaivén y entró.
El lugar contaba con no más de cinco o seis mesas, de las cuales solo
dos estaban ocupadas.
Una gran barra de madera con restos de lo que alguna vez fue un elegante charolado, dominaba el fondo del salón.
Detrás, un gigantón de más de dos metros y casi ciento treinta kilos imponía
su presencia y mostraba su rostro mancillado de cicatrices,
que ante la insignificante iluminación, daba la impresión de estar preparado para atacar en cualquier momento.
De mala gana, atendía a unos cinco clientes apoltronados en unas banquetas desvencijadas, que parecían datar de la misma época que el resto
del mobiliario.
El ambiente apestaba a tabaco y orina rancia y una fina neblina cubría
a las dos mesas ocupadas y coronaba una imagen de bodegón sacado
del Buenos Aires de los años cuarenta.
Aguzó la vista para poder ver entre la humareda y la vió acomodarse
el pelo en la mesa más alejada de la puerta.
Se estremeció.
A pesar de todo, todavía le seguía generando
la misma sensación.
Se acercó a la barra a pedir un whisky para aplacar el frió que traía de la calle.
Lo bebió de un sorbo, pagó al cantinero y enfiló hacia la mesa.
Ella lo miraba desafiante y sin sacarle los ojos de encima,
encendió el enésimo cigarrillo de la noche.
Con apenas un movimiento de cabeza como saludo, le indicó que arrimara
una silla desde otra mesa y se sentara.
Con asombrosa frialdad metió la mano en la cartera, sacó una docena
de papeles agarrados con un clip y se los ofreció gentilmente.
Con la frente surcada de sudor, y unos nervios difíciles de disimular, Carmelo, trataba de serenarse sintiendo la textura metálica con la mano que aún
no había sacado del bolsillo.
Con la mano libre tomó los papeles, los ordenó, y con simulada calma, comenzó a leer el texto que con una incomprensible jerga técnica surcaba
las hojas.
Cuando terminó, ella aplastaba la colilla en el fondo del cenicero.
La despreció por eso.
Sacó por fin la mano del bolsillo, sosteniendo en ella una imponente y lujosa, lapicera metálica con insertos de oro en el capuchón.
Ella la reconoció enseguida; ese había sido su primer regalo.
Con decisión, Carmelo, estampó su firma en todas y cada una de las hojas
que tenía enfrente; y en un mismo movimiento dio media vuelta
y encaró hacia la calle.
No quiso mirar atrás, no quiso volver a verla antes de salir.
Sin embargo, una vez afuera giro sobre sus pasos, para detenerse frente
al gran ventanal y observar en el momento preciso en que el ocupante
de la otra mesa se acercaba a la mujer para con un apasionado beso,
sellar el comienzo de un nuevo amor.
El aire frío le pegó de golpe en el rostro trayéndolo de vuelta a la realidad.
La puerta vencida y los vidrios rotos, parchados con cartones,
mostraban un abandono de varios años.
Solo el cartel luminoso de la marca de gaseosa que seguía encendiéndose diariamente a la misma hora, daba una ilusión de movimiento a una calle
que hacía bastante que no tenía nada de vida.
Carmelo miró el reflejó de su rostro en un trozo de vidrio partido
y una vez más, como todos los días, no se reconoció.
Sacó la mano del bolsillo, volviendo a observar, como siempre, la vieja
y ahora opaca lapicera metálica con insertos de oro.
A lo lejos, un festival de truenos y relámpagos, anunciaba la cada vez
más inminente tormenta.
Inspiró una profunda bocanada de aire, tratando de rescatar una pizca
de aquel rancio aroma de antaño, y abatido prosiguió su marcha
para perderse nuevamente en la negrura de la noche.
Mañana volvería a pararse frente a los restos del viejo barsucho,
a recordar aquellos quince minutos, que cambiaron su vida para siempre.
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