Los estallidos de estrellas masivas (supernovas) es un hecho
que se repite con mucha frecuencia.
Desgraciadamente no son fácilmente observables.
Ni tan siquiera el hecho de que emitan tanta energía en varios días como
toda la galaxia que la contiene.
El culpable, la gran mayoría de las veces,
es el polvo interestelar que nos rodea, que hace de escudo.
Para que se hagan una idea de la capacidad de absorción de este polvo imaginad
que una galaxia espiral como la nuestra se produce una de estas explosiones cada, aproximadamente, 50 años.
Sin embargo en nuestra reciente historia tenemos muy pocas documentadas.
Una en 1054, que fue documentada por los chinos.
La observada en el 1572 por Tycho Brahe. O la de Johannes Kepler en 1604.
Desde entonces no se ha observado ninguna explosión realmente importante.
Incluso la que se supone que fue la mayor explosión que pudo verse desde nuestro planeta
en el año 1006 pasó sin ser anotada en ningún lugar.
Esta explosión, concretamente, fue descubierta y fechada gracias
a la observación de la nebulosa que dejó tras de si
(la nebulosa del Cangrejo, que es la que se puede ver usando
diferentes telescopios en la foto).
Sin embargo en el año 1979 ya hubo quien se preguntó si no habría ninguna
otra forma de encontrar y datar sucesos de esta magnitud de otra forma
mucho más sencilla y segura.
Empezaron a preguntarse si en lugares como los kilómetros de hielo
que sepultan la Antártida no habría ninguna huella de tales sucesos.
Después de algún proceso como el estallido de una supernova
(o en los picos de actividad solar) la energía llega,
antes o después, a la Tierra.
Lógicamente lo primero que se encuentra es la atmósfera.
Allí transfiere energía a las partículas presentes
y provoca la formación de gran cantidad de iones de nitrato (NO3-).
Estos se depositan y pueden ser medidos.
Tan exactamente que han podido detectarse todas las explosiones
que he nombrado antes
y cada uno de los ciclos de 11 años de actividad solar
(junto con su potencia).
No hay comentarios:
Publicar un comentario