Froté la lámpara maravillosa por tercera vez.
– ¿Qué deseas? – preguntó el genio del turbante.
– Quiero ocupar tu lugar – le respondí.
Desde entonces, cada vez que quiero algo, friego mi lámpara y aparezco.
Ya no tengo pretensiones insatisfechas, eso es bueno.
Pero me aflige sentir que, con el tiempo, esta horrible omnipotencia en cautiverio
me fue robando el placer de desear, y de cumplirle a quién me llame sus deseos.