Abrió los refrigeradores y sacó uno a uno todos los recipientes.
Habían pasado los años estipulados por la ley.
Embriones sin padres, huérfanos de voluntad. Nadie venía a reclamarlos.
Sería él mismo, el responsable de su vitrificación, quien les daría la libertad:
como quien esparce las cenizas de sus muertos, el doctor diseminó el contenido de las neveras
por la clínica.
por la clínica.
No pudo prever que, nueve meses después, gracias a la insistente menstruación de luz
de la luna, un campo de mandrágoras gritaría su nombre en un aullido unísono,
múltiple y desgarrador.
