A 68 años de los ataques nucleares de EEUU sobre dos ciudades civiles japonesas,
el horror aún estremece.
El 6 de agosto de 1945 a las 8.16, la ciudad japonesa de Hiroshima se transformó en un infierno. Alrededor de 300 mil personas quedaron sepultadas en medio del fuego, humo y una lluvia negra y densa que caía sobre lo poco que quedaba.
Tres días después se repetiría la historia pero esta vez en la ciudad de Nagasaki.
Todo aquello que tuviera vida, sea animal o vegetal, desapareció. Un signo de interrogación se instaló en el mundo. Los ataques nucleares lanzados por el gobierno de Estados Unidos con órdenes precisas de su presidente, Harry Truman, abrían una nueva etapa en la historia: comenzaba así, la era atómica.
La Fuerza Aérea norteamericana, había utilizado un bárbaro armamento no convencional, del cual no se tenían demasiadas certezas sobre las consecuencias posteriores.
Hiroshima
El bombardero B-29, bautizado como Enola Gay, formaba parte del Escuadrón 393-D, pilotado y comandado por el coronel Paul Tibbets. El avión despegó desde la base aérea de North Field, en Tinian una de las tres islas principales de la Mancomunidad de las Islas Marianas del Norte y realizó un viaje de aproximadamente seis horas de vuelo hasta Japón.
La nave fue acompañada por otras dos unidades similares. Una llevaba instrumentos de medición y otra tenía la tarea de registrar fotográficamente aquel momento histórico, que derivaría en la rendición incondicional del Imperio del Sol Naciente, poniendo fin a la Segunda Guerra Mundial, en la que la pequeña nación asiática actuó como aliada del Tercer Reich hitleriano.
El avión arribó a su objetivo con clara visibilidad, desplazándose a 9.855 metros de altura.
A las 7 el sistema de radares japoneses detectó a las aeronaves estadounidenses aproximándose por el sur del archipiélago, por lo que se emitió un alerta a diferentes ciudades, entre ellas, Hiroshima, pero luego las descartaron. Alrededor de las 8, volvieron a detectar las naves enemigas y por las radios lanzaron la advertencia, pero muchos habitantes la ignoraron y otros, simplemente, no tuvieron tiempo de huir.
“Se produjo una explosión terrible, muy fuerte, inimaginable cerca del centro de la ciudad. La tripulación del Enola Gay vio una columna de humo que se elevaba rápidamente y fuegos intensos que brotaban”, dijo el piloto del avión, Paul Tibbets.
La explosión destruyó completamente el 65% de los edificios de la ciudad y mató en ese mismo instante a más de 70.000 personas. Cifra que luego llegó a los 140.000.
Tres días después, Tibbets sobrevoló la ciudad de Nagasaki observando las condiciones meteorológicas antes de que otro avión, en este caso el B-29 Bockscar, lanzara la segunda bomba atómica que forzó finalmente a Japón a rendirse sin fijar condiciones.
Muchos son los interrogantes que se plantearon en ese momento y que hasta hoy no tienen respuestas claras.
Las miles de vidas y las terribles consecuencias de la radiación en la salud de los civiles japoneses, son las que se “sacrificaron”,según los norteamericanos, para evitar pérdidas mayores, si la guerra hubiese continuado.