¿Quién no ha idealizado alguna vez a alguien que despertaba
en uno la chispa del amor?
El ser humano manifiesta una irresistible tendencia a la deformación de la realidad, percibimos todo aquello que nos rodea en función de nuestras emociones y estas acostumbran a ir cambiando a lo largo de la vida.
A veces creemos – y sentimos – que nuestra persona amada es mejor de lo demostrado por la evidencia. Se trata del popularmente denominado amor platónico. En esta ocasión no me interesa tanto el maestro Platón ni la filosofía como el intrincado mecanismo de la mente.
¿Qué nos impulsa a perseguir esos sueños y fantasías encarnados?
Nuestros antepasados de la Edad Media podrían darnos la respuesta.
Aquellos caballeros profesaban un amor exaltado hacia la dama, la cual, siempre es distante, admirable, y compendio de perfecciones físicas y morales.
Esta corriente amorosa llega a su cima con Don Quijote y su adorada Dulcinea.
El ingenioso hidalgo ha aprendido en los libros de caballerías que todo caballero debe tener una dama en su corazón a quien dedicarle sus victorias.
Sin embargo esta gran señora sólo existe en su imaginación.
Tras la máscara de la belleza y el linaje se oculta una campesina que se llama Aldonza Lorenzo.
Y es que cuando idealizamos a una persona, en realidad estamos inventando otra, diferente por completo.
Esta creación de la mente representa nuestros deseos y expectativas sentimentales.